Mario
Szichman
Uno de los
lemas españoles más famosos, y que hemos heredado puntualmente en América
Latina es: “la ley se acata, pero no se cumple”. Parafraseando a Augusto Roa
Bastos, podría decirse que si Kafka hubiera nacido en España, sería un
costumbrista. No hay nada, absolutamente nada en España, que no sea castigado
con una ordenanza, un decreto, un estatuto, un reglamento, un código, un
precepto, una orden, o una multa. Y las formas de burlar la ley, son infinitas.
En cierta
ocasión, le pedí a un fraternal amigo su ayuda para conocer ciertos detalles del
código penal y procesal de España en el siglo XVIII necesitaba la
información para una novela que estoy escribiendo sobre la invasión francesa.
(La de 1807). Mi amigo estuvo una semana revisando archivos, hasta que
finalmente localizó un libro que podría brindarme los datos necesarios. Había,
empero, algunos problemas. El libro no podía salir de la biblioteca, pues era
un tomo muy preciado. Tampoco se podían fotocopiar las páginas requeridas, por
la misma razón. Pero si yo iba a Madrid, con mucho gusto me haría acompañar por
una persona acreditada. Yo no podía ir a la biblioteca por mi cuenta, pues solo
se aceptaban miembros de la institución. Una vez allí, me facilitarían el tomo.
Podría tomar apuntes durante ese día. Y si no concluía la tarea, necesitaría pedir
una extensión del permiso. Era imposible cumplir con todos esos requisitos. Por
lo tanto, decidí chequear google.books. En diez minutos logré bajar el tomo en
su versión digital y enterarme del código penal y procesal en la España de
1780. Y ahora lo tengo en un archivo de mi computadora. También puedo imprimir
el libro. Fue mi manera soterrada de acatar la ley, y no cumplirla.
Hay otro tomo
que atesoro a la hora de escribir sobre la España de la invasión napoleónica: Napoleon and the Birth of Modern Spain,
de Gabriel H. Lovett. Está subrayado con lápiz amarillo, y con tinta roja y
verde. Los márgenes están poblados de asteriscos, signos de admiración, y
comentarios. Dudo que exista otro libro
que aluda a la España de esa época con la misma calidad, excepto por El Cádiz de las Cortes, de Ramón Solís,
una maravilla no solo por la información, sino por la calidad de su prosa.
Lovett
explica con sencillez el laberinto de instituciones que reglamentaban la vida
de los españoles desde la cuna hasta la tumba, y también en el más allá, como
la famosa “sucesión”, una ordalía que abarcaba varias generaciones de herederos
ansiosos por cobrar un legado. Y eso sin contar con los fueros. La iglesia
tenía su propio fuero, así como los militares, los artilleros, los ingenieros,
la milicia provincial, los marineros, los extranjeros, los servidores del rey,
y los empleados del Tesoro. “Hasta los criadores de caballos tenían su
jurisdicción especial”, dice Lovett. “Y a cada rato, los conflictos podían
paralizar la tarea de la justicia”.
No causa por
lo tanto extrañeza que la institución del ménage
à trois también estuviese reglamentada. Por supuesto, nadie consideraba la
institución del cortejo un ménage à trois,
pero lo era.
El cortejo, una
entidad importada de Italia, estaba representado por un galán que, con la
aprobación del marido, se pasaba la mayor parte del día mariposeando en torno a
la esposa. Según decían las buenas lenguas, se trataba de una amistad
platónica. El cortejo disfrutaba de sus doctos diálogos con la coqueta, y hasta
ahí llegaba la amistad. Pero, según las malas lenguas, las cosas eran bastante
diferentes. En su Alma castellana,
Azorín cita esta copla:
Una mujer todo el día
solita con su
cortejo,
metida en su
gabinete,
consultándose al
espejo,
¿estarán los dos
rezando,
o tratando de su
entierro?
En su libro
“Usos amorosos del dieciocho en España” la novelista y ensayista Carmen Martín
Gaite dice que la costumbre del cortejo tenía sus reglas del juego. El galán
visitaba a la dama todos los días, con el marido presente, pronunciaba una
serie de finuras, y le ofrecía cortesías “tan rígidas y obligatorias que
perdían su inicial matiz de pasión”. Finalmente, todo quedaba sometido a “códigos
tan tediosos y rígidos como el matrimonio de esos tiempos, aun cuando sus
principios parecían más atractivos".
En su “Óptica
del cortejo”, Manuel Antonio Ramírez y Góngora se burlaba de los requisitos que
una dama reclamaba a su potencial y casto enamorado. El galán se comprometía a
no conversar con otra dama, ni siquiera en su ausencia, y debía arribar en la
mañana para tomar una taza de chocolate y tal vez sujetarle los ganchos del
corsé. En la tarde, la escoltaba para dar un paseo, proporcionarle “las flores
más exquisitas de la temporada, y enviarle toda clase de chucherías con el
propósito de engalanarla”.
En realidad,
parecía existir más intimidad entre el cortejo y la dama, que entre ella y su
marido. No se descartaba que le sirviera la taza de chocolate o de café en la
cama, o que la despertara con dulzura. Podía permanecer en el dormitorio aunque
la criada no estuviese presente, y ayudarla en su tocador, suministrándole cosméticos
y ofreciéndole su opinión sobre el efecto que producía en su rostro. También la
acompañaba a la iglesia, y al teatro.
Gaité dice que
el cronista Constantino Roncaglia, al aludir a los cicisbeos italianos,
precursores de los cortejantes españoles, menciona este comentario de un marido
genovés: “Estamos muy ocupados, en tanto nuestras esposas no parecen bastante atareadas.
Por lo tanto, necesitan un acompañante, ya se trate de un perro, un mono, o un
galán”. Al parecer, la mayoría de las damas de alcurnia, entre un perro, un
mono y un cortejo, no dudaban un momento cuando llegaba la hora de elegir.
José Clavijo
y Fajardo, un periodista y escritor español del siglo dieciocho, no parecía
comer cuentos con la relación entre una esposa y su cortejo. Aunque decía
ignorar lo que ocurría en la alcoba durante esos encuentros, Azorín le seguía
el hilo de su pensamiento y expresaba: “Tal vez resuelvan arduos y
trascendentales problemas de la vida”. Luego añadía: “Los maridos no son
celosos, por no parecer ridículos; sus mujeres faltarían a las prescripciones
de la moda si no tuvieran un amante que las acompañara en todas partes, en
casa, en el paseo, en las tiendas, en el teatro, en las visitas, en la alcoba”.
Por supuesto,
entre tanto mentecato, galán insípido, marido complaciente y coqueta gazmoña,
de repente estallaba un crimen pasional, de esos para alquilar balcones. El más
famoso de ellos fue el de una mujer que conspiró con su galán para asesinar a
su marido. La víctima era un comerciante madrileño, Francisco de Castillo, la
pecadora, María Vicenta Mendieta, de 32 años de edad, y el amante, su primo,
Santiago San Juan, de 24 años de edad.
El crimen
ocurrió el 9 de diciembre de 1797. Y como se lee en la sentencia, “Se impuso la
pena de garrote a los dos reos doña María Vicenta de Mendieta y don Santiago
San Juan, que sufrieron uno en frente de otro en la plaza mayor de Madrid”. La
fecha de ejecución fue el 23 de Abril de
1798.
No solo fue
un asesinato que hizo época; además, Goya lo inmortalizó en uno de sus Caprichos.
El pintor era
amigo del ministro de Justicia de esa
época, Gaspar Melchor de Jovellanos, y del fiscal de la causa, Juan Meléndez
Valdés. Según el crítico Robert Hughes, aunque Goya posiblemente no asistió al
juicio, sus amigos le proporcionaron las actas del proceso. ¿Visitó a María
Vicenta Mendieta en la cárcel? Se ignora. Pero en el Capricho 32, bajo el título “Porque fue sensible”, aparece una
mujer sumida en la más absoluta desolación, y con signos de que ha sido
torturada. Al menos le han aplicado los “perrillos”, un instrumento de apremios
ilegales.
Me fascinó la
historia de esos amantes, el desborde de la pasión que cuestionó la acicalada
institución del cortejo. Leyendo las actas del proceso, más allá de la
insoportable prosa del fiscal que parece extraída de algún mal folletín, hay
material suficiente para imaginar un romance digno de Flaubert o de Tolstoi. El
episodio es rescatado por la enorme humanidad de Goya al retratar a esa mujer
con la carne maltratada. En torno a ese ménage
à trois repleto de sordidez, hay una genuina historia de amor. Solo el
proceso merece una novela.
Ese fraternal
amigo que consiguió los datos para acceder a ciertos detalles del código penal
y procesal de España en el siglo dieciocho, abrió también las compuertas a una
saga. Estamos acostumbrados a Perry Mason, o a abogados parecidos, defendiendo
clientes en juicios orales. Pero ¿existían esos juicios en España, o se trataba
de procesos donde la fiscalía y la defensa presentaban simplemente escritos sin
los protagonistas presentes? Un juicio oral abre las puertas al escenario,
permite el diálogo, la esgrima verbal. Gracias a mi amigo de España, tengo
ahora los elementos para recrear una historia de amor que tendrá como telón de
fondo la gran historia.
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