Mario Szichman
Hay una divisoria de
aguas en la moderna narrativa venezolana: antes y después de Guillermo Meneses (Caracas,
14 de diciembre de 1911 - Porlamar, 29 de diciembre de 1978). Y ese
extraordinario narrador fue el primero en cruzar el umbral. Meneses comenzó su
narrativa en un molde que podría considerarse costumbrista, con relatos como La Balandra Isabel llegó esta tarde (1934)
Canción de Negros (del mismo año) y El Mestizo José Vargas (Caracas, 1942).
Y súbitamente, en 1952, cuando era diplomático en París, ganó el Premio de
Cuentos del periódico El Nacional con
La Mano Junto al Muro. La
transmutación de su prosa es vertiginosa. Un día Meneses está escribiendo como
José Santos Chocano, y al día siguiente, con la problemática de un sartreano
que ha leído profusamente a Sigmund Freud. Trato de encontrar símiles en otros
escritores de su misma época, y no lo encuentro. Meneses es un original
obsesionado con el mito de Sísifo, con el doble, las máscaras, las múltiples
apariencias. Basta leer sus Diez Cuentos
(1968), su ejemplar El falso cuaderno de
Narciso Espejo, o La misa de
Arlequín, para verificar su inagotable talento, la huella en las
generaciones que lo sucedieron. Los textos de tres de los mejores escritores
que ha dado Venezuela tras Meneses: Adriano González León, Salvador Garmendia y
José Balza, no existirían de no ser por la influencia de Meneses. (Quien además
era un hombre muy generoso siempre dispuesto a alentar a las nuevas
generaciones).
Tuve el privilegio
de conocer a Meneses en los últimos meses de 1978, gracias a la intercesión de
Balza, quien me llevó hasta su casa. Poco después publiqué un reportaje en el
Suplemento Cultural del periódico Últimas
Noticias de Caracas. Aquí está la
síntesis del trabajo.
M.S.
–––––––––––-0–––––––––––––––
La memoria cree antes que el conocimiento
recuerde, piensa el Joe
Christmas de la novela de William Faulkner Light
in August. Crece más tiempo de lo que recuerda, más tiempo del que se
interroga el conocimiento. Conoce, recuerda cree. Cree por ejemplo, en el caso
de Guillermo Meneses, en un destino de escritor, en una pasión, en el deseo de derrotar
a esa vieja fisgona que es la muerte, no a través de la verdad sino de la impostura,
no apelando a la piedad, sino cediendo al rencor.
Guillermo Meneses
cree, antes que el conocimiento recuerde, en la posibilidad de ser inmortal a fuerza
de palabras, forjando seres que circulan a través de sus libros como la sangre
por el interior de un cuerpo. Con sus sesenta y cinco años a cuestas
—corroborados en un físico frágil, desmentidos por una mirada maliciosa, una
sonrisa de niño, franca y despiadada, una escritura sorprendentemente bien
dibujada, de monje calígrafo, de mandarín que piensa: Si la palabra es la voz
del espíritu, la escritura es el dibujo del espíritu– el escritor es el único mito
viviente con que cuenta la literatura venezolana. La mitad de su vida la dedicó
a elaborar un espacio narrativo propio, y la cuarta parte —el lapso que va de
1950 a 1967— a forjar una literatura que contamina los mejores logros de la última
generación.
Pregunta con falsa
modestia: ¿Por qué empiezan a preocuparse por mi escritura?
Y el entrevistador
debe señalarle que si los testimonios se contradicen y falsean en
confrontaciones cuando se aborda El falso
cuaderno de Narciso Espejo o La misa de
Arlequín hay algo que emerge con honestidad; una escritura pudorosa,
empecinada que empieza a triunfar recién ahora, en la década del setenta,
mostrando cómo se hace la gran literatura y relegando a otros narradores que brillaron
con los ajenos oropeles otorgados por la política o el éxito empresarial al sitio que siempre
merecieron: los textos obligatorios de liceos y universidades y menciones en antologías
e historias de la literatura.
El falso cuaderno
—Sigo sin entender el
interés que existe por mi obra— insiste Meneses.
—Se supone que la
moderna narrativa en Venezuela surge a partir de El falso cuaderno de Narciso Espejo. Es decir, que después de la
publicación de esa obra, ningún escritor venezolano puede seguir practicando el
oficio de la ingenuidad. En El falso
cuaderno no solo hay una reflexión sobre un mundo, sino sobre la escritura
que engendra ese mundo. Usted venía de una escritura digamos tradicional, o al
menos bastante emparentada con la corriente regional y criollista. De repente,
entre 1942, fecha de El mestizo José
Vargas, y 1952, cuando publica La
mano junto al muro, hay una mutación. ¿Cuál es la causa?
–Supongo que a los
años que pasé en París, y a los que ya cargaba encima. Me estaba acercando a la
cuarentena y era preciso cambiar. Había una suma de experiencias. No podía
quedarme aferrado a un estilo de narrar propio de la juventud…
–Algo más debió
ocurrir.
–Sí, ocurrió que me
puse viejo.
– ¿De qué escritores
se hablaba en esa época?
– Veinte años
después podría mentirle diciéndole que me impactaron Sartre y Simone de
Beauvoir. Claro, veinte años después. Pero en esa época nadie los conocía. En
cambio André Malraux era muy famoso. Había hecho la experiencia de la guerra
civil española como comandante de la aviación republicana, y luego estuvo en la
resistencia y cumplió un papel heroico. Y además, era un hombre muy
inteligente.
–De esos años en
París queda su cuento más famoso, La mano
junto al muro, y su novela El falso
cuaderno de Narciso Espejo. Dos décadas después ¿cómo analiza esos
trabajos?
– La mano junto al muro me sigue gustando.
Admito que hay pura imagen verbal: ´Una mano es, apenas, más firme que una
flor, apenas menos efímera que los pétalos; semejante también a una mariposa´.
Esta última metáfora sigue sin convencerme. Pero, con todo, el cuento resultó
bueno. En cuanto a El falso cuaderno de
Narciso Espejo, querría creer que es mi mejor obra.
– ¿Y La misa de Arlequín?
– Está mejor
escrita, pero no me parece superior a El falso
cuaderno de Narciso Espejo.
En el prólogo a los Diez Cuentos (Editorial Monteavila),
Meneses dice que ya en Juan del Cine
hay muchos de los temas expuestos luego en sus obras de madurez.
– Hay poco que
rescatar de ese cuento. Hoy me suena como una cosa alambicada, petulante, algo
ridícula. La única explicación es que lo escribí cuando tenía veintidós años de
edad.
–Pero ya aparece la
obsesión del espejo.
–Creo que ese tema
está presentado sin necesidad. No me parece justificado.
–Otro símbolo
frecuente en su obra es el de la burbuja. ¿Qué significa?
– Es un poco la
descripción de la vida en América Latina. Todavía en germen, increada, y ya a
punto de reventar.
–En el prólogo a los Diez Cuentos, usted señala, ´Tal vez
resulte interesante ir mencionando las influencias que nos llegaron. Allá por
los años de 1930, estábamos los jóvenes dentro de lo que considerábamos la
vanguardia. Nos empapábamos de todo lo que nos hacía pasar Madrid, sobre todo a
través de La Revista de Occidente. El
Madrid de aquel entonces se hallaba en una sana relación europea. Por lo tanto,
no nos era extraño lo francés, lo alemán, lo italiano, lo yanqui, que Ortega
escogía para su revista. Leíamos a Thomas Mann, a Aldous Huxley, a William
Faulkner, a Carl Jung, a Herman Hesse, sin olvidarnos de Marcel Proust y sin
abandonar a Emile Zola, a Eça de Queiroz, a Fiodor Dostoievski, a Honorato de
Balzac, y a nosotros mismos´. De todos esos autores ¿Quiénes tuvieron más
influencia en su obra?
–Le va a sorprender:
fueron los naturalistas: Hauptman, Zola, Queiroz.
– ¿Y Faulkner?
–Lo llegué a leer y
lo conocí personalmente cuando ya había escrito la mayor parte de mi obra.
Faulkner visitó Venezuela en 1959. Conversé con él, pero a través de un
intérprete. Figúrese qué fastidioso.
– ¿Qué impresión le
causó Faulkner?
– No sé, tenía un aspecto algo ridículo. Usaba
unos pantalones horribles que no le llegaban ni al tobillo y lo convertían en
un ser algo estrafalario. Pero la impresión cambiaba cuando se ponía a
conversar. En realidad, cuando se escuchaba la traducción de su conversación,
algo bastante fastidioso. Creo que Faulkner ni siquiera hablaba inglés. Tenía
un lenguaje sureño muy cerrado, melodioso, pero incomprensible. Y era muy tímido.
Tal vez esa era su armadura. Al principio era como medio chaplinesco. E
insistía en parecer más viejo de lo que era. Pero su mente era muy joven,
lúcida y desconfiada. Me dijo algo que me impresionó mucho: ´Un escritor no
tiene tiempo para ser literato´. Claro, para él ser literato era ser literato
en los Estados Unidos, donde había una intensa vida social. Hubiera sido
distinto de vivir en Venezuela. Porque ¿qué es un literato en Venezuela?
– Probablemente algo
que Guillermo Meneses nunca será.
– Es que a mí solo
me ha interesado una cosa en la vida: escribir.
–Vamos a dar una
nueva vuelta de tuerca a esta conversación: ¿Qué pensó cuando estaba
escribiendo El falso cuaderno de Narciso
Espejo?
– En esa época
pensaba que era un gran escritor.
– Muchos críticos
pueden corroborarlo.
– Tal vez. Recuerdo que hace tres o cuatro
años, Julio Cortázar me vino a visitar. Mientras él hablaba, yo pensé:
´Tendríamos que habernos encontrado hace veinte años en París, cuando los dos
vivíamos en esa ciudad. Hubiéramos tenido mucho de qué hablar en París´, pero
no veinte años más tarde. Veinte años más tarde, solo podía limitarme a
escuchar.
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