El libro Trilogía
de la Patria Boba de Mario Szichman. Una propuesta de novela histórica del
Siglo XXI. Trabajos críticos sobre su obra. (2014), reúne ensayos críticos sobre mis novelas Los papeles de Miranda, Las
dos muertes del general Simón Bolívar y Los años de la guerra a muerte.
En los últimos días, he compartido los textos de
la Licenciada Lucía Parra y del doctor Luis Javier Hernández. Hoy
ofrezco a mis lectores el texto de la doctora Margot Carrillo Pimentel. En él, la profesora
Carrillo Pimentel hace una importante reflexión sobre
los aspectos teóricos de novela histórica.
MS
Margot Carrillo Pimentel
Cuenta la
historia que Leopoldo Von Ranke sufrió un terrible desencanto el día que llegó a comprobar que los relatos de su
contemporáneo, Walter Scott, no se correspondían con la verdad. Desde entonces, parece haber afirmado Von
Ranke: “Me desvié [hacia la historia] y decidí evitar toda invención e
imaginación en mis trabajos y sujetarme a los hechos” (Cit. Corcuera,
1997:127). Quizá Von Ranke haya logrado
en algún momento “sujetarse a los
hechos”, no lo sabemos; pero al tiempo, ¿quién lo sujeta? Si
alguna disciplina se nutre del
tiempo y de sus cambios ésa es la historia.
La historia, que parece mirar al
futuro, trata sin embargo del pasado y de lo que el presente pueda interpretar
o contarnos sobre lo ocurrido. De tal modo la historia precisa, pero a la vez
“vive” el tiempo. “Pensar la historia” (Le Goff, 1991) no resulta una tarea
sencilla; no obstante, pensamos con insistencia en ella, hablamos y escribimos
acerca de ella.
Particularmente en Latinoamérica, la
historia más que una disciplina ha sido un recurso extraordinario no solo para
el diseño o “la invención” de un pasado que, luego de la Independencia, parecía
estar demasiado cerca o demasiado lejos de un pueblo al que le urgía
reconocerse en una idea de nación, suficientemente sólida o autónoma; también
la historia ha sido un material precioso para la exploración de sus
posibilidades –como lenguaje y experiencia del tiempo– en un ámbito menos
sujeto a los requerimientos de la
verificación, la fundamentación y “la
verdad”, con los que la disciplina fue adquiriendo un estatuto menos
imaginativo y más científico.
Es la novela histórica la
experiencia artístico-literaria que ha abierto
un horizonte de posibilidades, en el que historia y ficción se
actualizan en un discurso de encuentros, entrecruzamientos y diferencias, cuyos
resultados enriquecen de un modo extraordinario ambos lenguajes.
Al hablar de la novela histórica hemos insistido en
destacar la naturaleza híbrida que la distingue (Carrillo Pimentel, 2012);
cuestión que nos lleva a identificarla, por supuesto, con el género que la
define, la novela, así como con la naturaleza y complejidad de los discursos
que en ella coinciden, de modo particular el de la historia. Tal como lo afirma la investigadora española
Celia Fernández
Prieto, la relación que establece la
novela con esa disciplina “es tan estrecha que no podría abordarse el análisis
del género de la novela histórica al margen de la evolución y de las
transformaciones de la narración histórica” (Fernández Prieto, 1998:33). Es por ello que en el presente estudio
insistiremos en pensar la identidad,
diferencia y entrecruzamientos (Ricoeur, 1995-1996) que acercan y distancian a
la historia y la ficción, cuestión de la que se nutre, precisamente, la novela
histórica. Nos detendremos de un modo
especial en los planteamientos del filósofo francés Paul Ricoeur y el
historiógrafo norteamericano Hayden White, quienes han dedicado parte
importante de su obra a dilucidar el tema.
ENSAYANDO UN DESLINDE
Los vínculos entre la historia y la ficción ha sido un
tema sobre el cual se ha reflexionado
durante largo tiempo; ya Aristóteles se refería a ello en
la Poética (siglo
III a.C.)– y desde entonces la identidad o diferencias entre el discurso
histórico y el discurso ficcional es un asunto que aún suscita discusiones.
Muestra de ello son las diversas reacciones surgidas de los planteamientos que
al respecto han hecho algunos historiógrafos contemporáneos durante estos
últimos años; o la profusión de novelas y textos de crítica literaria en los
que esa relación se atiende de manera especial.
Precisamente la novela histórica se gesta a partir de ese juego de
relaciones entre la historia y la literatura.
En América Latina este tipo de novela se viene escribiendo desde
comienzos del siglo XIX y cuenta, a finales del siglo XX, con una variada
producción.
Para el intérprete moderno, la
historia y la ficción son manifestaciones tremendamente complejas: así como el
tiempo y la narración son aspectos que las acercan, las identifican o las hacen
coincidir en una relación de interdependencia, el principio de realidad que les
define o las pretensiones de sus discursos respecto de lo real, son aspectos
que en ningún caso nos permiten pensarles como experiencias idénticas. Acaso la
situación exija de un mayor esfuerzo interpretativo cuando, además, nos
percatemos de que la historia y la literatura son instancias que requieren de
ciertos préstamos entre los distintos recursos de los que ambas disponen para
hablar e interpretar el mundo (Ricoeur,
1996).
Paul Ricoeur, desde la hermenéutica
filosófica, realiza una revisión del
binomio historia/ficción, estableciendo –entre sus múltiples hallazgos– las relaciones de identidad, diferencia y
entrecruzamiento entre esas dos formas de la escritura (Ricoeur, 1995-1996).
Por otro lado, Hayden White, figura
destacada del llamado “giro histórico”, promueve en el siglo XX una
interpretación de la historia a partir de nociones venidas de la teoría literaria,
lo que motiva no pocos acercamientos entre la historia y la literatura.
Son precisamente estos dos últimos
autores quienes, a nuestro juicio, han
abordado el tema de los vínculos entre la historia y la ficción de un modo no
pocas veces sorprendente y polémico. No obstante, los planteamientos de Paul
Ricoeur y Hayden White no son del todo coincidentes, en la medida en que sus
interpretaciones respecto de los vínculos entre la historia y la ficción
difieren en aspectos de fundamental interés.
Pero no todo es divergencia: hay zonas de contacto entre uno y otro
escritor que nos permiten ir despejando el panorama de unos vínculos que son,
ante todo, problemáticos. Quizá por ello susciten aún apasionadas
discusiones.
La literatura tendrá también la
posibilidad de llegar con mayor frecuencia y autonomía a una experiencia
particular del tiempo en la que presente, pasado y futuro son instancias que
juegan a superponerse, mezclarse o confundirse unas en las otras. La historia,
en cambio, se define por movimientos de ida y vuelta entre presente-pasado y
por su vinculación con un tiempo medido, fechado, que ha sido ubicado en el
calendario y registrado en los archivos.
La imaginación será para lo literario un principio generador de mundos
extraordinarios, atípicos –los mundos
posibles de los que habla
Aristóteles– que, no obstante su distancia con los principios de lo real o de
la lógica racional, guardan algún parecido, cierta semejanza, con la misma
realidad. No está exenta la historia de
contar con un considerable componente imaginario; mas, la imaginación para la
historia cumple una función precisa, en cuanto actúa como catalizador de un
proceso de composición variado y complejo. Gracias a la imaginación, el texto
de la historia articula datos, tiempos,
personajes y espacios en un todo, que aspira a la fidelidad y a la coherencia,
como bien lo ha explicado Collingwood (1993).
¿Quién habla en un texto histórico? Quizá no
tendríamos muchos problemas a la hora de responder a tal interrogante: quien
habla –o narra– en un texto histórico es el historiador; una voz identificable,
cuyo esmero por la claridad y la precisión de lo que narra le hará una voz siempre reconocible. La literatura –particularmente la literatura
moderna – abre con esa pregunta – ¿quién habla?– el juego de la
indeterminación; la ausencia de respuestas definitivas respecto de tal
interrogante, favorece la confluencia de voces y sentidos y, con ello, el
acontecer de un verdadero diálogo en el texto.
A diferencia de la historia –que amerita de una voz reconocible que
conduzca la narración, la del historiador– la literatura convoca distintos
hablantes, cada uno de los cuales tendrá un espacio propio para manifestarse de
un modo individual, establecer pautas distintas respecto del mundo exterior,
así como motivar el diálogo con las otras voces incorporadas al texto. En este
sentido, podríamos aventurarnos a decir que la voz del autor es una instancia
de mayor incidencia en el texto histórico que en el texto literario, en el que
ocurre una “extraposición del autor”, como lo señala Mijail Bajtin. La
literatura –particularmente la moderna– puede, así, liberarse de las
imposiciones directas del creador; los recursos de los que ésta dispone
permitirán que el autor sea, más bien,
una voz que en el texto pueda por
momentos borrarse, disolverse o difuminarse en las otras voces que
artísticamente se configuran en el texto (Bajtin, 1982)
Particularmente la novela moderna se
define como un género inacabado; como una manifestación artística del lenguaje
que se niega a decir con precisión dónde empieza o dónde puede cerrarse
definitivamente el relato. Más que por
la disposición exacta del tiempo, los personajes o los acontecimientos, la
novela puede ser reconocida por su capacidad de jugar libremente con esas
instancias. La coherencia del texto narrativo está dada en la novela por una
idea de holom (Palazón Mayoral, 1990) en la que los contrastes, los
quiebres, la disimetría, la desproporción o la sobreabundancia son principios
de composición tan válidos y significativos como sus opuestos. Hay también en
la novela un sentido de lo lúdico, que nos permite entenderla como un
acontecimiento estético que, sin abandonar el mundo, se organiza internamente a
partir de una dinámica y una suficiencia propias. Frente a tales circunstancias, la historia
–que como la literatura también se configura a partir de la dinámica de la continuidad
y la discontinuidad del relato y del tiempo (Ricoeur, 1996) – debe organizar el
texto tomando en cuenta otros criterios
de composición: una narración histórica, por ejemplo, deberá contar, necesariamente, con un principio, un
medio y un final y su relación con el tiempo deberá ceñirse a ciertas
disposiciones marcadas por el tiempo cronológico.
Por otro lado, no sería tan
pertinente para la historia como para la ficción indagar en la interioridad o
en la intimidad de sus personajes, o en aspectos de su subjetividad tales como
el deseo o los sueños. Aún en aquellos
trabajos donde la vida del colectivo, sus quehaceres, sus modos de comportarse,
sus vicios o sus pasiones son parte importante del relato histórico, la
intención del historiador, su aspiración a contar lo ocurrido, así como los
recursos, el material y los procedimientos específicos que utiliza para tal
fin, serán elementos que podrán, entre otros, medir la distancia entre lo que
significa hacer historia y lo que comprende hacer literatura.
Aun partiendo de la idea de que en
lo relativo a los vínculos entre la historia y la literatura no se deben
establecer criterios definitivos sobre tales relaciones, dado que ello
impediría proponer una discusión abierta y negaría la pertinencia de un trabajo
interpretativo, que tome en consideración la problematicidad que caracteriza
los vínculos entre ambos discursos, es también conveniente que, al momento de
plantearnos en qué medida esos discursos se acercan o distancian, tengamos en cuenta de qué modo escribir historia es
una experiencia distinta a la de escribir una novela, por ejemplo. Hasta en aquellos casos en los que una y otra
formas de la escritura se refieran a los mismos acontecimientos o personajes,
siempre encontraremos elementos que nos dejen ver cómo la historia y la novela, sin ser del
todo lo mismo, son capaces de referirnos iguales acontecimientos, pero de un
modo distinto.
ENTRE LA HISTORIA Y LA FICCIÓN, LA
NOVELA HISTÓRICA
Quizá sea la novela histórica la experiencia narrativa
que mejor escenifique esa dinámica de acercamientos y distanciamientos que
establecen la historia y la ficción. A partir de la libertad imaginativa,
creativa, que el estatuto novelesco le confiere, y profundizando en la
naturaleza dialógica que la define -recordemos que para
la novela el
diálogo será una forma primordial de abordar la historia, de explorar y
profundizar en un tiempo y en una tradición que se actualizan y cobran vida
libremente– la novela histórica incorpora tiempos, espacios,
personajes y variadas versiones acerca del pasado, en un juego artístico de considerables alcances estéticos e
interpretativos. Es, entre otros, la naturaleza híbrida del género aquello que
permite a la novela histórica explorar con toda independencia o autonomía las
inmensas posibilidades que ofrecen los discursos a partir de los cuales se
configura. El carácter narrativo y la experiencia temporal que comparten la
novela y la historia (Ricoeur, 1996), y aún sus propias diferencias, llevan a
que esa aventura estética llegue a pensarse como el resultado de un entrecruzamiento
dialógico, en el cual ambos discursos llegan a encontrarse, diferenciarse y aún
complementarse. Dice Bajtin:
Dos discursos dirigidos hacia un mismo objeto,
dentro de los límites de un contexto, no pueden ponerse juntos sin
entrecruzarse dialógicamente, no importa si se reafirman recíprocamente, se
complementan o, por el contrario, se contradicen [...] no pueden estar uno al
lado del otro como dos cosas; han de confrontarse internamente, es decir, han
de entablar una relación semántica (Cit. Zavala,1991:51).
Acaso asignarle a la historia el oficio o compromiso de
escuchar las “voces ocultas” del pasado
como, entre otros, lo hizo Michelet, le da mayor sentido ético e histórico a
esa experiencia novelesca, en la medida en que la “dominante estética”
(Jakobson, 1971) que la define, sumado a
la incorporación del discurso histórico
en el texto, corre a la par de un propósito reflexivo, interpretativo, que
particularmente en Latinoamérica, tiene un efecto de extraordinarios alcances
desde las primeras apariciones de esa forma de novelar hasta nuestros días.
Al Paul Ricoeur referirse a aquellos
“entrecruzamientos” que, en efecto, ocurren entre historia y ficción, no hace
más que plantear una relación de intercambio entre lo que caracteriza a la
historia y lo que define al discurso de ficción (Ricoeur, 1996). La novela
histórica se encarga de llevar a la experiencia estética tales rasgos de forma
tal, que lo que ha sido considerado como uno de los aportes fundamentales de la
llamada “nueva novela histórica”, en nuestro continente (Menton, 1993) –a
saber: la revisión y reinterpretación crítica “de aquellos
momentos vedados y velados por la escritura canonizada” (Daroqui, 1990) – es un
asunto que, en efecto, ocurre al vincular en la novela tales discursos.
Si bien pudiéramos hablar de que en
la novela histórica, particularmente en la moderna, la problematización de la
historia es un aspecto que llega a ofrecer otras formas posibles de interpretar
el pasado, debemos igualmente atender a
cómo la novela histórica propicia así mismo una mirada crítica a la
tradición narrativa de la cual proviene; originalmente el género novelístico
apareció como una representación cuyos
principios de composición y su mirada al mundo intentaron invertir o desconstruir los modelos
tradicionales con los que hasta ese
momento la realidad se había contado.
Luego, la metareflexividad y el distanciamiento de la tradición característico
de la novela histórica, es un rasgo natural a su propia constitución; tendencia
que, entonces, se manifestará no sólo en relación con el discurso o la
tradición histórica, sino también en relación con la misma tradición literaria.
Al pensar en la novela histórica, como en efecto han hecho algunos críticos latinoamericanos,
entre ellos Noé Jitrik (1995), como una gran pregunta a propósito del origen o identidad del ser latinoamericano,
debemos observar que la misma se ha formulado de distintas formas a lo largo
del tiempo y que ha motivado diversas
respuestas que no han cerrado las posibilidades de seguir indagando en ella.
Particularmente en nuestro continente esa pregunta parece haber encontrado en
la confluencia de la historia y la literatura que la novela provoca una fuente
fundamental de preguntas y respuestas, siempre distintas, naturalmente
históricas.
En la novela histórica, particularmente
en la contemporánea, la intención original de la historia –el conocimiento del
pasado, en función de las necesidades y expectativas del ser humano– adquiere
otro horizonte, quizá más amplio que aquél cuyos límites han sido trazados por
el conocimiento o la intención epistemológica, en la medida en que el texto
literario procura la reproducción “viva” y “artística” (Bajtín, 1982) de las
voces de sus personajes.
La
lectura de la novela histórica ofrecerá, también, un acercamiento a la noción de
verdad que no podemos dejar de vincular con el principio de
determinación de verdades en torno al pasado que define a la historia. Sólo que
la naturaleza de la verdad del arte (Gadamer, 1999) se gesta en la experiencia
de una búsqueda, demorada y compleja, en la que la certeza y la incertidumbre
promueven una paradójica coexistencia.
No ha sido la novela histórica una práctica, moda, o
tendencia sencilla de despachar mediante interpretaciones maniqueas que han
querido verla como un instrumento que ha
procurado exaltar o, en su defecto,
borrar de un plumazo su fuente referencial más importante: la historia. La
dinámica con la que hemos intentado comprender esa representación estética e
histórica del pasado nos lleva, más bien, a pensarle como una escritura híbrida, lúdica y arriesgada que ciertamente lleva al lector a aventurarse
en la experiencia de un tiempo que, lejos de ocurrir, correr y
extinguirse, perdura; a manera de sedimento o de huella.
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