Mario Szichman
Una
respetada persona me señaló que durante muchos años, sintió contrariedad por no
finalizar la lectura de algunas de las novelas que le recomendaban con
entusiasmo. Esa persona tenía una estrecha amistad con Gabriel García Márquez,
también conocido como el “Gabo” por aquellos que nunca lo vieron en su vida y
posiblemente tampoco lo leyeron. Cuando esa persona expresó a García Márquez su
disgusto por no llegar hasta la palabra fin
en el caso de algunos libros, el escritor le respondió más o menos con
estas palabras: “Pues yo hago lo mismo. Si tras leer 40 páginas de una novela
no me convence, la abandono. Si una obra de teatro no me gusta, me levanto
apenas comenzado el primer acto. Y eso se extiende al cine, o a un concierto”.
La
persona de la que estoy hablando se sintió liberada de esa opresión que nos
embarga cuando somos incapaces de llegar al final de un libro o nos alzamos de
nuestra butaca antes de concluir una función.
Y
sin embargo, no podemos erradicar la culpa que nos causa discrepar del resto.
Pues todavía los libros, las obras de teatro, el ballet, el cine, cuentan con
el patrocinio del censor. Es difícil admitir que algo consagrado constituya,
como señalaba Jorge Luis Borges, una de las formas más famosas del tedio. Podemos
abominar de los políticos, o criticar a media humanidad. Pero ciertos productos
de la imaginación humana están al margen de todo reproche. Y quien se atreve a
cuestionarlos, es condenado sin derecho a la defensa.
Por
ejemplo, criticamos el tedio en obras populares, pero estamos constreñidos a
amarlo en los clásicos, especialmente si han sido sancionados por la academia.
En realidad, el tedio constituye una parte esencial de la literatura seria, o
de cualquier expresión artística “elevada”. Si James Joyce no hubiera creado el Ulises, y Finnegan´s Wake, alguien tendría que haberlos inventado. Los libros
fastidiosos suelen ser uno de los víveres preferidos de los académicos, un poco
como la cacería del zorro que según Oscar Wilde, es “lo innombrable
persiguiendo lo indigerible”. Los
críticos pueden explayarse en sus virtudes, colocar abundantes notas al pie,
pero nunca ponen en disputa las virtudes del autor.
Borges
solía decir que podía abordarse el Ulises
estudiando al crítico Stuart Gilbert. “O, en su defecto, leyendo el original”.
Para los críticos, el problema con Gilbert es que explica muy bien la trama y
los personajes. Eso permite acceder a una obra que es difícil, pero no
hermética. Sin Gillbert, la cosa se hace más ardua.
William
Faulkner, quien amaba el Ulises,
decía que “es necesario aproximarse” a la novela de Joyce “como un iletrado
predicador baptista se aproxima al Antiguo Testamento: con fe”. Yo prefiero
aproximarme con esa misma fe a las novelas de Faulkner consideradas más
difíciles: The Sound and the Fury, Absalom Absalom! Light in August, o a la nouvelle The Bear, que cuenta con uno de los párrafos más largos de la
literatura anglosajona: consta de 1.800 palabras y ocupa seis páginas del
texto. (Faulkner se encargó de superar ese párrafo en otro relato, The Jail).
Menciono
esos textos porque cuando la ensayista Jean Stein le preguntó a Faulkner qué
aconsejaba a quienes se mostraban incapaces de entender algunos de sus relatos
tras leerlos dos o tres veces, el escritor respondió: “Deberían leerlos cuatro
veces”.
Joyce
era muy astuto, pues debía lidiar con los académicos británicos desde su
condición de irlandés. Es obvio que necesitó crear un complejo rompecabezas
para hacer más interesante una novela tediosa y angustiante. Sabía guardarse
los naipes bien apretados contra su pecho. Pero en Faulkner la cuestión era
distinta. Parecían interesarle muy poco los académicos. Además, rivalizaba con
escritores sureños escasamente cosmopolitas, y escribía desde la perspectiva
gótica.
Chris
Baldick, en su introducción a Melmoth the
Wanderer (Oxford University Press, 1989), indicó que la estrategia de la
narrativa gótica “encubre el horror central en capas protectoras o de mutación.
Los informes son siempre secundarios o terciarios”. De ahí “los recuentos
´concéntricos´ del explorador, del investigador, y del monstruo, en Frankenstein … o la elaborada, indirecta
reconstrucción de los ultrajes de Sutpen en el Absalom, Absalom! De
Faulkner”. El propósito del narrador gótico consiste en crear “una topografía
imaginaria de superficie convencional, y
de profundidad delictiva que imparte una especial resonancia al mítico crimen,
mientras perturba o corroe las certidumbres morales”.
De
ahí la estructura invertida de The Sound
and the Fury. Comienza en la superficie, analizando el mundo desde la
mirada de Benji, un idiota, y culmina en las capas más profundas con Dilsey,
una criada negra, la única en condiciones de armar el acertijo. Benji es apenas
mirada y emoción corporal, sin comprensión alguna de lo que transcurre delante
de sus ojos. Dilsey es la encargada de discernir y aceptar —sin juzgar— que en
el centro de la familia Compson prevalece el incesto. Después de todo, se trata
de una familia que en el universo faulkneriano representa la realeza, y muy escasas monarquías han logrado salvarse
de ese tabú.
Faulkner
nos invita en The Sound and the Fury
a recorrer el sendero del precepto desde la desavenencia incomprensible, hasta
la confesión final. Y una vez emprendemos ese sendero, la fascinación nunca
cesa, los personajes se hacen tridimensionales, y el drama se estructura en el
vértigo.
INTERIOR
Y EXTERIOR
La
lucha entre los escritores que resultan enigmáticos por un astuto cálculo, y
aquellos que en primera instancia
parecen incomprensibles, se viene librando desde hace bastante tiempo. Tristram Shandy, de Lawrence Sterne,
puede resultar impenetrable hasta que el lector desentraña su humor, el
cuestionamiento de la novela como forma narrativa.
El
crítico ruso Viktor Sklovski lo demostró
en un ensayo que precede la edición de la novela publicada por la editorial Planeta. Sklovski nos señala que Tristram Shandy es una enorme digresión. (Tenía nueve volúmenes en
su edición original).
El
nacimiento de Tristram Shandy ocurre recién en el tercer volumen. La novela no
solo está plagada de digresiones. Impera el doble sentido, y toda clase de artificios
gráficos. Inclusive hay falsas portadas y contraportadas. El libro no solo
contiene a la novela. También forma parte del artilugio, incluido un constante
diálogo entre autor y lector.
En
el relato, todo transcurre en la esfera doméstica donde se multiplican los
equívocos. Una vez Tristram se convierte en narrador, discurre sobre temas
tales como las prácticas sexuales, los insultos, y la influencia del nombre, y
de las narices, uno de los símbolos fálicos más discernibles.
Lo
más precario y lo más trascendente, especialmente la filosofía, se aúnan en esa
obra maestra de la divagación y del humor que nunca pudo reclutar imitadores. Es
interesante verificar que los contemporáneos de Sterne devoraron la novela, y
siempre reclamaban nuevos volúmenes. Eso también formó parte de esa cock-and-bull story, pariente lejana del
cuento de la buena pipa, un relato absurdo, improbable, narrado como si fuese
la verdad verdadera. En ocasiones Sterne emergía de la novela, asumía los
atributos del autor, e informaba a sus lectores qué era lo que podían esperar
en la próxima entrega de Tristram Shandy.
ENTRETELONES
Lawrence Sterne
Tanto
Sterne como Faulkner eran herederos de una dinastía donde la urgencia de contar
era más acuciante que la necesidad de satisfacer su ego. Y ¿de qué puede
escribir un escritor, sino de la preservación de la especie? Al final, aquello que interesa a cada cuerpo
humano, es acoplarse con otro, y trascender en una vida destinada a la
siguiente generación. A veces transgrediendo tabúes, o afrontando calamidades,
como en Faulkner, o usando acertijos, chistes de doble sentido, chabacanerías,
como en Sterne. Por cierto, hasta conocemos con exactitud el momento exacto de
la concepción de Tristram Shandy, por la costumbre del padre de poner todos los
relojes en hora, antes de acoplarse con su esposa.
Solo
la vida interesa a los grandes narradores, ya sea en su gloria y especialmente en
su miseria. Lo demás suele ser retórica y esterilidad, la interminable
discusión de temas de los cuales está ausente la fecundidad del cuerpo.
LA
LECCIÓN DE LA PRINCESA
Recuerdo
algunos autores que, afectados por un ego bastante frágil, necesitaban rodearse
de acólitos, ninguno de los cuales cuestionaba su escritura. Por el contrario,
elaboraban extrañas teorías para justificarla. Algunos de ellos se escudaban
detrás de larguísimos ensayos donde intelectuales amigos expresaban la riqueza
de su mundo. Si alguien cuestionaba al escritor, o anunciaba que su texto lo
había aburrido, el agraviado reaccionaba con la furia de una mujer burlada.
Uno
de esos escritores devoraba todo los libros que le ponían a su alcance. Cuando
falleció, muchos intelectuales elogiaron su voracidad de lector, aunque nadie
se atrevió a comentar sus virtudes de narrador, pues eran inexistentes. Los
libros de los demás eran su escudo protector. Nadie cuestiona a un “hombre muy
leído”.
Participaba
de lo que se ha bautizado como “el amor del censor”. Nunca descubría nada por
su cuenta. Se aferraba a los consagrados. Era apostar sobre seguro. En su
juventud había sido algo más osado. Pero una vez llegó a la fase adulta, todo
aquel escritor del cual se había burlado en sus inicios, recuperaba un sólido
sitial.
Uno
de los personajes más recordados de Anna
Karenina es la princesa Myagkaya, aunque apenas ocupa una docena de páginas
en la novela. La princesa dice que el marido de Anna es "simplemente un
estúpido. Previamente, cuando me indicaban que debía considerarlo un hombre
sabio, intenté hacerlo. Como resultado, me sentía como una estúpida, pues era
incapaz de percibir su sabiduría. Pero, tan pronto como me dije a mí misma
´Karenin es estúpido´, por supuesto en un susurro, todo resultó claro... No tenía
otra opción. Uno de nosotros era estúpido, y como todos saben, es imposible
decir eso de uno mismo".
La
disputa entre la verdad y los simulacros de la verdad, es eterna. Pero la
verdad siempre triunfa. Entonces descubrimos con la princesa Myagkaya que
detrás de la máscara nada existe. La simulación puede recorrer cierta
distancia, cosechar éxitos. Pero al final, debe entregar su máscara.
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