Mario
Szichman
Franz
Kafka nunca tropezó con la posteridad. La posteridad se encargó de tropezar con
él. Fue un infortunio que su muerte se anticipara a su fama, aunque eso le acarreó
una recompensa: los críticos estuvieron ausentes de sus decisiones. En cambio,
la figura paterna desempeñó un terrible poder.
Muy
pocos autores logran eludir el acoso de la crítica. A veces, cuando la fama acecha
en el futuro, el escritor amplía el espacio para crear grandes obras, ya que nadie
está pendiente de sus tareas. El desconocido William Faulkner produjo sus
mejores textos cuando trabajaba en una oficina de correos (hasta que presentó
su renuncia, porque, según dijo, no podía estar al servicio de cualquier persona
que guardaba un níquel en su bolsillo para comprar estampillas), o en la época
en que escribía guiones para el director de cine Howard Hawks.
Tras
obtener el Premio Nobel, su producción se hizo más explícita, y menos
interesante. Lo mismo sucedió con Ernest Hemingway, cuya declinación coincidió
con su creciente fama. Basta comparar su primera novela, The Sun Also Rises, con una de las últimas, El viejo y el mar.
(Ver The Sun Also Rises: Los ricos son
diferentes, en:
http://marioszichman.blogspot.com/2016/07/the-sun-also-rises-los-ricos-son.html)
Por
supuesto, eso no ocurre en todas las culturas. El Leo Tolstoi de Anna Karenina es superior al de La guerra y la paz, aunque el romance de
la casada infiel fue publicado casi una década después de su épico relato sobre
la invasión de Napoleón Bonaparte a Rusia. Y algo análogo ocurre con Fiodor
Dostoevski, cuya obra magna, Los hermanos
Karamazov, fue publicada 14 años después de Crimen y Castigo.
Pero
el público ruso no era el norteamericano. Aunque los escritores del imperio
zarista gozaban de gran prestigio, sus lectores escaseaban tanto como sus
críticos. (Los ávidos lectores de esos genios eran los múltiples censores del
zarismo).
Franz Kafka
Las
principales novelas y cuentos de Kafka parecen apostar a una nebulosa
posteridad. Kafka no tenía confianza en su talento, al punto que ordenó a Max
Brod, su albacea testamentario, quemar sus obras. Kafka falleció en 1924. La vasta divulgación
de sus novelas y de sus cuentos comenzó a partir de su muerte. Tal vez Kafka
confiaba más en Max Brod, que en su pericia de escritor. Y su amigo no lo
traicionó. En lugar de quemar sus obras, se encargó de organizarlas, una tarea kafkiana,
pues los cuadernos de apuntes del narrador eran un perpetuo acertijo. Algunos
de ellos están escritos de atrás para adelante.
Ausente
el público, Kafka nunca tuvo una idea muy clara de para quien escribía. Y la
posteridad, segura de que el autor nunca podría desmentirla, prodigó
contradictorios mitos en torno a su obra.
Algunos
han intentado comparar El Proceso con
1984, de George Orwell. Pero no hay
punto de contacto alguno entre ambas novelas. En 1984, Orwell describió una sociedad totalitaria, en perpetuo estado
de guerra, con un gobierno que sometía a cada uno de sus súbditos a una eterna
vigilancia. Winston Smith, su protagonista, quien trabaja para el Ministerio de
la Verdad, inicia una secreta rebelión mediante el gesto de comprar un cuaderno
de apuntes y anotar sus recuerdos, que contradicen la propaganda y el
revisionismo histórico alentado por el gobierno.
Smith
desafía a un poder omnímodo que acaba por destruirlo. Pero Josef K., el
protagonista de El Proceso, ignora a
qué se enfrenta. A fin de cuentas, es su principal interlocutor.
El
comienzo de la novela anuncia que estamos en presencia de algo aún más omnímodo
que ese Hermano Grande que nos vigila en
1984. Al cumplir Josef K. sus 30 años, en mitad del camino de la vida, algo
imprevisto lo acosa: “Alguien debió haber estado contando mentiras acerca de
Josef K.”, dice el narrador, “pues aunque no había hecho nada malo, un día fue
arrestado”.
Inclusive
ese primer párrafo es equívoco. ¿Quién garantiza que Josef K. no ha hecho nada
malo? Y además: ¿Es realmente arrestado? En el caso de Kafka, sabemos que tanto
la culpa como la condena son acarreadas por cada ser humano. No hay necesidad
de una intervención estatal. Desde el momento de nacer, somos infractores,
aunque nadie nos someta a edicto alguno. Y en cuanto al supuesto arresto que
organiza la trama… Tres policías llegan al apartamento de Josef K., le anuncian
que es culpable de una transgresión. Aunque está siendo investigado, lo
autorizan a seguir en libertad. Una libertad que ni siquiera es vigilada. Compete
al protagonista demostrar su inocencia.
Quizás quebrantó la ley. Pero eso no es importante. Como dice uno de los
personajes, aunque Josef K. resulte inocente, le convendría declararse
culpable. La justicia es más benigna cuando se admite un delito. Carece de toda
importancia si fue realmente cometido.
PUNTOS
DE VISTA
El
protagonista de El Proceso nada tiene
que ver con alguien como Winston Smith, el personaje central de 1984. La certeza de Smith en su total
inocencia está acompañada de la absoluta seguridad en la omnipotencia del
régimen que hasta controla el pensamiento de sus súbditos.
En
cambio, la tragedia de Josef K. es una tragedia bufa. Debe convertirse en
detective de sí mismo, para facilitar a las autoridades la tarea de juzgarlo. En
el mundo de Kafka no hay certeza alguna. Está compuesto por seres que actúan
como comparsas. Recuerdan a ese personaje de Esperando a Godot, emplazado en el escenario con el único propósito
de inventar réplicas.
Toda
la odisea de El Proceso está marcada
por el absurdo y la comedia de situaciones. Josef K. obtiene una aureola de mártir en esa
ridícula búsqueda por descubrir cuál es su situación real. Al concentrarse en
eventos sin importancia, el personaje va acumulando un vasto conocimiento de
todo aquello que no funciona en un sistema de justicia.
Kafka
tenía la costumbre de cuestionar las palabras y su significado. En El Castillo demolió la imagen que
tenemos de esas majestuosas fortalezas. Se trata, apenas, de un conjunto de
viviendas, que en nada recuerdan a un castillo. En La Colonia Penitenciaria, para demostrar que la letra con sangre
entra, un penado es colocado en una máquina encargada de escribir su sentencia
con un punzón que martiriza su carne.
Pero
El Proceso es algo más. En esa novela
se cuestiona toda forma de legalidad. Josef K. no solo debe buscar justicia,
sino descubrir en qué consiste. No hay dramatismo en esa búsqueda. Solo
incidentes de una gran hilaridad.
Así
como para Kafka los castillos no son castillos, tampoco existen en El Proceso las instituciones a las
cuales se encomienda la tarea de administrar la ley. Ni siquiera cuentan con
horarios de oficina. La primera vez que Josef K. se dirige a un tribunal, es un
domingo. Y el tribunal es apenas una casa de vecindad. El salón principal está
atravesado por tendederos de ropa. Los vecinos se asoman por las ventanas para observar
las incidencias de un juicio.
Josef
K. tiene más éxito como galán, que como acusado. En determinado momento, piensa
que la única parte inteligible del proceso es que “estoy acumulando mujeres.
Primero la señorita Bürstner”, una mujer que vive en su pensión, “luego, la
esposa del ujier de la corte, y ahora, una ayudante de enfermera”.
La
intimidad sexual es en ocasiones practicada a la vista del público. Los
episodios en la corte recuerdan batallas campales de los Keystone Cops, esos policías que abundaban en los filmes del cine
mudo. Josef K. observa un enfrentamiento entre un funcionario del tribunal, y
varios abogados litigantes. El funcionario está al tope de las escaleras. Los
abogados, un piso más abajo. “Los abogados”, dice Kafka, “intentaban subir las
escaleras, pero permitían que el funcionario del tribunal los arrojara de nuevo
escaleras abajo. El propósito era cansar al funcionario”.
Y
en el medio de estos conflictos, Josef K. un ser retórico y ridículo, trata de
razonar con altanería en un mundo caótico, carente de respuestas. Abundan los
personajes en El Proceso. Todos ellos
se muestran categóricos en su verdad, aunque nadie explica en qué consiste.
LA
CONFORMIDAD KAFKIANA
Hay
evidencias de que Kafka admiraba el teatro y se sentía más cómodo urdiendo
situaciones donde predominaba el diálogo absurdo, y la pantomima. En El Proceso, la mezcla resulta evidente,
generando un insistente efecto cómico al cual escasos críticos le han asignado
gran importancia.
Ausente
el público ¿Para quién escribía Kafka? Posiblemente, para su poderoso, temido,
odiado y venerado padre. No muchos autores envían una larga, meticulosa carta a
su padre, explicando las razones de sus desavenencias. O redactan un cuento
como La condena, donde Georg
Bedenmann, hijo de comerciantes, enamorado y a punto de casarse, descubre que
su padre conoce todos sus secretos, lo desprecia por su personalidad, y
cuestiona la elección de su prometida. Y además, lo condena a morir ahogado,
orden que Georg Bedenmann acata.
Kafka
tenía una prosa muy sencilla y descriptiva. Su realismo era el de las cosas
inexistentes. El Talmud, y la Biblia, son reconocibles en sus adagios, y en la
fascinación por La Ley. En el caso del escritor, se trataba de la ley del
padre, cuya temible figura era capaz de conducirlo a la muerte, algo que Kafka
parecía dispuesto a aceptar con toda docilidad.
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