domingo, 26 de febrero de 2017

Franz Kafka:Nombrar para burlar el nombre


Mario Szichman


 Franz Kafka

Cuando se trata de Franz Kafka, el telón nunca desciende. Su vida se nutre de actos aplazados. Sus etapas de creación son tan prolongadas como sus períodos de apatía. Todavía resulta difícil localizar a los herederos de Kafka, pero Jorge Luis Borges se encargó de mencionar algunos de sus precursores, entre ellos, un “apólogo de Han Yu, prosista del siglo IX” sobre el unicornio un “animal que no figura entre los animales domésticos, no siempre es fácil encontrarlo, no se presta a una clasificación”, o los escritos de Kierkegaard, o las expediciones al Polo Norte, o algún poema de Browning.
La conclusión de Borges era “que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. ("Kafka y sus precursores". Otras Inquisiciones).

En una de las novelas de Kafka, El proceso, el señor Josef K. jefe de cajeros de un banco, es arrestado de manera inesperada por dos agentes. Los agentes nunca revelan el organismo al cual pertenecen. Al parecer, Josef K. ha cometido una transgresión, pero ignora en qué consiste. No parece una falta grave, pues los agentes le permiten seguir en libertad, aunque se trata de una libertad vigilada. En algún momento deberá rendir cuentas ante la justicia.
La amenaza de arresto contra Josef K. se registra en el medio del camino de la vida, cuando cumple 30 años de edad, reiterando el comienzo de El infierno, de Dante. La fecha de comparecencia al tribunal es un domingo, el menos factible de los días laborables. ¿Y dónde está el tribunal? Como siempre en Kafka, el espectro generado por el nombre es desmentido por la realidad. El lector imagina al tribunal emplazado en un palacio de justicia. También conjetura su estructura, su volumen, sus atributos. Pero el señor Josef K. nunca tropieza con el tribunal; menos aún, con la justicia que imagina reside en su interior. Aún más, la justicia no lo busca al señor K. Él está obligado a tropezar en algún momento con ese ícono intangible.

La lectura de El Proceso se ha ido alterando con los años, dependiendo de la situación política, de los aspirantes a sucesores. Tiene una temática similar a la de 1984 de George Orwell, novela publicada más de dos décadas después. ¿En qué proceso ha sido involucrado Joseph K? ¿Qué clase de justicia es esa donde siempre se conjetura la culpa, en tanto la inocencia ha sido erradicada pues es imposible de percibir? ¿Quién asume la responsabilidad? Todo se formula en secreto. La acusación es más importante que las normas legales. La autoridad juzga entre bastidores. Es quimérico identificar a los jueces. ¿Cómo defenderse de las acusaciones? Nadie revela los cargos, o explica las reglas del juego. Además, el tribunal puede estar en cualquier lado. En la versión cinematográfica que hizo Orson Welles de la novela, observamos lo que parece ser un tribunal. Pero está al aire libre, atravesado por cuerdas donde han colgado ropas, como si fuera un patio de vecindad. Varias de las espectadoras que asisten al juicio se distraen tejiendo mientras aguardan el comienzo del proceso. (Las tejedoras tramando tejidos son una estampa macabra. Las tejedoras eran un elemento esencial en el París de la Gran Revolución. Rodeaban el estrado donde habían erigido la guillotina).

LA VERDAD LITERAL

Lo fascinante en Kafka es el apego a la letra muerta. Sus personajes habitan un mundo de sonámbulos. En esos espacios clausurados, la palabra es irrefutable, rige al mundo, es la ley.
A lo largo de su vida adulta, la tarea de Kafka consistió en explicar qué ocurría con un cuerpo (deseante) que transgredía la ley. Tenía el atributo de enunciar, en prosa muy sencilla, con la precisión de un entomólogo, los terrores de un hombre sin atributos castigado por edictos no solo absurdos, sino incomprensibles. Era también un genio para destruir la significación. Cuando imaginamos un castillo, sin importar sus dimensiones, al menos sabemos que estamos hablando de un sitio rodeado por un foso, al cual se accede cuando se baja un terraplén. Puede tener torres, o prescindir de ellas, sus muros admiten todos los espesores posibles, pero sabemos que se trata de una fortaleza, estamos en condiciones de reconocer una fortaleza… hasta que asoma Kafka, y destruye toda certidumbre. ¿Cómo se configura el castillo en una de sus novelas más famosas? En base a su ausencia. El castillo brilla por su ausencia. Se ha transfigurado en una aldea cuyas viviendas no superan los dos pisos. ¿Dónde están las imponentes murallas, los fosos, los terraplenes? Imposible saberlo. Para Kafka, nombrar nunca es significar. Es apropiarse de un nombre para privarlo de su acepción. O aprovecharse de su fama para alterar  su significado. O invertir su sentido.
En El silencio de las sirenas, Kafka menciona “métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación”. Una demostración es suficiente. “Para protegerse del canto de las sirenas”, indica Kafka, “Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave”. Olvidaba Ulises que “las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio”. Tal vez “alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio”.
Si hay un relato que puede superar esa maravilla de cuento que es Pierre Menard, autor del Quijote, es La verdad sobre Sancho Panza, de Kafka: 

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que este se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

El cuento de Borges apuesta a un genio cuya hazaña es reconstruir la historia del Caballero de la Triste Figura palabra por palabra. Pero Menard está agobiado por un pasado que Cervantes no pudo conocer. Menard era “un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste”. Las palabras más calificadas del universo poético del siglo diecinueve, debían pesar como lápidas sobre la intención de Menard de restituir el texto original de Cervantes.
El relato de Kafka prescinde de la figura de carne y hueso de don Alonso Quijano, y la trasmuta en la alucinación de su escudero. Sancho Panza es el amo que engendra a don Quijote, como un objeto de “útil esparcimiento”.
Kafka sabía leer por el revés de la trama. Quizás toda la historia de la literatura es una larga búsqueda para destruir el lugar común, y reanimar el lenguaje con nuevas coartadas.
En la colonia penitenciaria, el escritor nos revela cómo los refranes se encarnan y castigan la carne. Uno bastante famoso es “La letra con sangre entra”. Y en el relato, la transgresión de la víctima es sancionada con una máquina que rotula la ofensa en la carne del prisionero, utilizando una rastra erizada de púas.

¿TENÍA KAFKA UNA VIDA FUERA DE LOS LIBROS?

La vida de Kafka es tan inconclusa, tan kafkiana, como sus escritos. Basta analizar sus romances, que florecieron, perecieron, y volvieron a florecer, sin concretarse nunca en una boda.
En 1912, Kafka conoció a Felicia Bauer. La relación fue, en su mayor parte, epistolar, pues Kafka vivía en Praga, y la dama, en Berlín. Uno de sus biógrafos dice que Kafka trataba de seducir a Felicia, y, de manera simultánea, mantenerla a suficiente distancia. En 1913, Kafka conoció a Grete Bloch, una amiga de Felicia, e inició una relación epistolar. ¿El tema constante de sus cartas? Felicia. La relación tuvo todos los indicios de un threesome imposible de consumar.  Hay fuertes indicios de que Grete estaba enamorada de Franz. ¿Qué ser humano aguanta una relación sentimental, aunque sea a través del intercambio de esquelas, en la cual el posible suitor se empecina en hablar de la tercera en discordia?
En 1914, tras someter a la sufrida Grete a un año de cartas dedicadas casi exclusivamente a exaltar a Felice, Kafka decidió finalmente comprometerse con la improbable mujer de sus sueños. El compromiso con Felice se rompió un mes más tarde.
Pero con Kafka, nada era final. Tres años más tarde, hubo un segundo compromiso con Felice. Posiblemente desesperado por la situación –el matrimonio nunca figuró en sus planes--, Kafka contrajo tuberculosis, y eso le permitió eludir el lazo marital tendido por la amada. (Sigmund Freud, nos ayudó a descubrir que las enfermedades psicosomáticas son tan abundantes como las dolencias reales).
También con Kafka, siempre hay sorpresas. Nadie podría sospechar, observando la languidez de su mirada perpetuada en sus fotos más famosas, que era un Don Juan, y que, al mismo tiempo, las mujeres le causaban terror. Otro biógrafo dice que se dedicó a conquistar mujeres con la misma asiduidad con que escribía, o dejaba de escribir, o con la apetencia que mostraba por escudriñar a sus escritores favoritos: Tolstoi, Dostoievski, Dickens, Flaubert, Goethe, Kierkegaard,  Herman Hesse, Baruch Spinoza, pero también Arthur Conan Doyle, Julio Verne, la Biblia, y el folklore judío.
Tras Felice vino Julie Wohryzek, camarera de un hotel, a quien propuso casamiento, aunque no tenían un solo punto en común. En 1920 apareció Milena Jesenská, una periodista y escritora checa. Milena se puso en contacto con Kafka, pues quería traducir del alemán al checo su relato El Fogonero, que luego fue incorporado a la novela América. Aunque Milena estaba casada con Ernst Pollak, un intelectual judío, el matrimonio se había ido por el barranco, y Kafka apareció como su tabla de salvación. Fue tal vez la relación sentimental más apasionada de Kafka, y la que más logró perpetuar sus escritos, aparte de la amistad con Max Brod.
Y finalmente, estuvo Dora Diamant, una maestra de un kindergarten, proveniente de una familia judía ortodoxa, otra influencia benéfica,  pues despertó el interés de Kafka por el Talmud[i], y lo alentó a concluir cuatro de sus relatos, que dieron origen al libro Un artista del hambre.
 “Alguien debe haber dicho mentiras acerca de Josef K”, enuncia el primer párrafo de El Proceso. “Él sabía que jamás había hecho nada malo, pero, una mañana, fue arrestado”. Y de esa manera, Josef K. empezó a recorrer su inexplicable vía crucis.
En esa empresa pasó Kafka la mayor parte de su corta vida. Murió en Austria, en 1924, a los 40 años de edad. No solo fue autor de sus obras, sino su principal personaje. Inclusive el gigantesco insecto o la alimaña que protagoniza La Metamorfosis, es otra de sus reencarnaciones, y muestra bien a las claras su doliente humanidad.  Por otra parte, con algunas excepciones,  las dos “a” o la  “K”, de su apellido, predominaron en la identificación de sus protagonistas.

Para Kafka, nombrar nunca fue el equivalente de significar. Las palabras acechaban su prosa, sus sueños, como asaltantes de caminos, despojando al creador de todas sus certezas. Su tarea, tan infinita como la construcción de la muralla china, fue de incesante desajuste. Y su meta, si es que algún día se sentó a reflexionar en un objetivo –para Kafka ese sustantivo iba invariablemente unido al adjetivo de incansable— consistió en burlar el nombre.





[i] Conjunto de leyes judías, civiles y ceremoniales, así como de leyendas. Sigmund Freud admiraba la elegancia y sabiduría de sus frases. Para mí, una de las favoritas es esta pregunta de un hombre a su enemigo: “¿Por qué me odias tanto, si no te hice favor alguno?”

miércoles, 22 de febrero de 2017

Daniel Hoffman: POE POE POE POE POE POE POE


Mario Szichman



La fama de Edgar Allan Poe (1809—1849) es tan equívoca como su vida. Y nadie la resumió mejor que James Russell Lowell en su propia época:

Here comes Poe with his Raven, like Barnaby Rudge[1],
Three fifths of him genius, two fifths sheer fudge.”

Tres quintas partes de genio, dos quintas partes de puros disparates. ¿Cuánto de Poe es puro genio? ¿Cuánto es puro disparate?  ¿Estaban equivocados Charles Baudelaire o Paul Verlaine cuando lo consideraban su maestro? Walt Whitman, el mejor poeta que produjo el siglo diecinueve en Estados Unidos, solo tenía en cuenta un rival: Edgar Allan Poe, aunque aseguraba que “toda su poesía anidaba en su prosa”.
T.S. Elliot, que se sentía agraviado por el ensayo de Poe Filosofía de la Composición, debió reconocer: “nadie puede asegurar que su propia escritura no haya recibido la influencia de Poe”. Un poeta serio, como Elliot, estaba obligado a conceder que quizás había sido hechizado por un charlatán de feria, alguien capaz de desarticular The Raven, su poema más famoso, a fin de exponer los engranajes de un aceitado mecanismo revestido con el nombre de poesía.
En Filosofía de la Composición, Poe cometió varios sacrilegios. El principal de ellos fue intentar poner fin a la leyenda del poeta como un ser excepcional. En un mundo donde los intelectuales tienen la pésima costumbre de tomarse en serio, Poe era una anomalía. Podía padecer más tribulaciones que una docena de poetas malditos, pero su persona como escritor no divulgaba el secreto. Pensaba que un poeta, un narrador, era apenas un artífice interesado solo en el efecto que causaría su obra en el público. Se consideraba un simple intermediario en la tarea de seducir al cliente.

Harry Clark: Poe

Estamos hablando de mediados del siglo diecinueve, y del norte de Estados Unidos previo a la guerra civil. Poe debía ganarse la vida en múltiples menesteres, no solo escribiendo artículos para revistas y periódicos, algunos bastante sensacionalistas, sino también recitando sus poemas, y en ocasiones, sus cuentos. ¿Quiénes eran sus rivales? No precisamente escritores. Uno de ellos era de la categoría de Phineas Taylor Barnum, el famoso empresario que congregaba en salas teatrales a cuanto freak andaba suelto. Seres diminutos, seres gigantescos, artistas del hambre, geeks sobreviviendo en un foso, eran el material humano de Barnum, y también de Poe. (Recordemos La fosa y el péndulo. Recordemos El entierro prematuro). Compañías de cómicos y trágicos de la legua, recorrían ciudades y suburbios ofreciendo misterios religiosos, y, aún más excepcional, obras de William Shakespeare. Pues Shakespeare no era en esa época El Bardo que los mejores actores británicos del siglo veinte se hartaron de interpretar, sino un dramaturgo sensacionalista, un fabricante de potboilers, cuyos principales personajes eran adúlteros, asesinos de niños, sepultureros, amantes casi impúberes, y bufones.
Es factible que Poe haya puesto al descubierto su proceso creativo como una forma secundaria de ganar dinero. ¿Cuál era su alternativa? ¿Mostrarse al público como un ser emotivo, una entidad inefable, trascendente, inexplicable? En ese caso ¿quién querría escuchar sus poemas? Barnum y Shakespeare eran mucho más interesantes. El sortilegio de Poe consistió en demostrar al público que la magia estaba al alcance de todo el mundo. Era cuestión de exhibir el mecanismo, los engranajes de cualquier trastorno. Y, aún más importante, exponer que pese a mostrar los bastidores, el hechizo seguía funcionando en el escenario. Bastaba con usar las herramientas adecuadas. Y así, a la vista de todos, conseguir que ese espectador, o lector, se inquietaran, presintiesen cosas inexpresables, descubrieran la sutileza, la belleza, el horror, y contuviesen su incredulidad.
Un poema, decía Poe, necesita cierta recortada duración, para que el autor pueda leerlo en el transcurso de una sola velada. También requiere un elemento capaz de impresionar a la audiencia. ¿Cuál es el tema más interesante? La pasión amorosa. ¿Quién encarna mejor esa pasión? Una bella mujer. ¿Cuál es el mejor método para hacer fluir las lágrimas de los espectadores? Mencionar la muerte. Y puesto que no hay nada más conmovedor que la muerte de una bella mujer, la trama del poema The Raven se aloja en ese argumento. También conviene añadir un elemento iterativo que acreciente la angustia. Y en ese sentido, aseguraba Poe, la palabra Nevermore, nunca más, resultaba casi inevitable.
Ese imperativo de deslumbrar en voz alta a la audiencia, se puede aplicar a muchas de sus narraciones. Excepto por la trilogía de la Rue Morgue, que tiene como protagonista a August Dupin, sus relatos suelen ser bastante escuetos. El barril de amontillado puede recitarse en menos de una hora. Y lo mismo ocurre con El retrato oval, El entierro prematuro, La máscara de la muerte roja, El corazón delator, El extraño caso del señor Valdemar.
Veamos la primera frase de El barril de amontillado: “Toleré mil injurias de Fortunato de la mejor manera posible, pero cuando se atrevió al insulto, juré vengarme”. Nunca sabremos cual fue el insulto que precipitó la muerte de Fortunato, y dudo que algún lector sienta interés alguno por averiguarlo. Poe nos coloca de inmediato en el lugar del agraviado, y muy pocos, aunque ignoren la causa, lamentan su venganza. Además, es una venganza proclamada a viva voz. Todas esas obras pueden representarse perfectamente en un escenario, especialmente en un teatro del gran guignol. Los diálogos no son proferidos, sino gritados, las emociones son desaforadas.
Eliot quiso explicar el atractivo que despertaba Poe en sus lectores denigrando sus glándulas. “Es innegable que Poe tenía un poderoso intelecto”, decía Eliot en un ensayo de 1948. “Pero parece el intelecto de una persona que aunque dotada de grandes atributos, no ha alcanzado la pubertad. Las formas que adquiere su vivaz curiosidad son aquellas en que se complace una mentalidad pre adolescente: las maravillas de la naturaleza, la mecánica, lo sobrenatural, las cifras y criptogramas, los acertijos y laberintos, los mecánicos jugadores de ajedrez… La variedad y ardor de su curiosidad deleita y asombra. Pero, al final, su excentricidad y su falta de coherencia terminan por cansar”.
Sin embargo, Poe, a diferencia de Eliot, nunca nos cansa. Esa mentalidad que, según el poeta inglés, no había alcanzado la etapa reproductiva, parece contradecir aquello que las biografías, especialmente la excepcional de Daniel Hoffman[i], señalan con obstinación. Si hay algo que puede aplicarse a Poe, es el título de un libro escrito por Piera Aulagnier, Guy Rosolato, y otros tres psicoanalistas: El deseo y la perversión.  Si de algo adolecía Poe, era de una mentalidad pueril. Nunca la impotencia sexual es puerilidad. Además, nadie escribe cuentos como La caída de la casa Usher, o El entierro prematuro, o Ligeia, o Berenice, si cree en cuentos de hadas. En todos esos relatos, anida el avieso amor por las muertas.

TRIBULACIONES

Una de las extravagancias de Poe era su capacidad para racionalizar emociones que devastaron su vida. Por un lado estaban las amantes que habitaban su poesía y sus relatos, con su carga de necrofilia y de variadas perversiones. Por el otro estaba su vida personal, más maligna que el conjunto de sus narraciones, más desdichada que el grueso de sus poemas.
Nada humano le era ajeno a Poe. Su santísima trinidad estaba constituida por tres mujeres: su madre, su esposa, y su suegra. Perdió a su madre cuando tenía dos años de edad, luego a su esposa, y finalmente a su suegra. Eran tres maneras diferentes de sobrellevar pasiones incompletas, algo muy distinto a sufrir amores preadolescentes.
Pero además, un hombre “normal” —si es que existe algo tan impreciso como la normalidad— no se va a vivir con su tía, Maria Clemm, y con su hija Virginia Eliza Clemm, quien era prima carnal del poeta. Poe compartió la vida con Virginia prácticamente desde que ella era un bebé. A los 26 años de edad, cuando Poe era un notable buen mozo, abundantemente perseguido por las damas, decidió casarse con Virginia, que en ese momento tenía 13 años de edad. El matrimonio duró once años, hasta la muerte de la esposa, a los 23 años. Muchos dudan que el matrimonio se haya consumado. Algunos psicoanalistas muy famosos, entre ellos Marie Bonaparte, aseguran que Virginia murió doncella. (Hoffman nombra el famoso poema Annabel Lee, dedicado justamente a una maiden que no puede ser otra que la esposa niña).
Si Poe nos sigue inquietando, si seguimos recordando de él aunque sea uno solo de sus cuentos, es porque explica, de manera indiscutible, su retorno del infierno en numerosas ocasiones. Solo Dante nos ofreció más detalles de ese incómodo lugar. Solo Poe nos negó el pasaje de regreso.
En uno de sus momentos de incómoda lucidez, Poe enunció este desafío: “Para que un hombre revolucione, de una sola vez, el mundo universal del pensamiento humano… solo necesita escribir y publicar un pequeño libro. Su título debe ser simple, sus palabras escasas, sencillas: ´Mi Corazón al Desnudo´. Pero ese pequeño libro debe ser leal a su título”.

En realidad, para Poe existía un solo infierno. Cada día, como ese artesano que desarmaba y reconstruía emociones a fin de alcanzar el mayor efecto en sus poemas, su tarea consistía en revisar sus posesiones, buscar el modo de causar un gran efecto en la sensibilidad de sus espectadores o lectores y elegir, siempre con infinito cuidado, la aflicción de cada día.



[1] Barnaby Rudge, una novela histórica de Charles Dickens,  tal vez la menos leída de toda su producción, tiene como protagonista a un ser ingenuo que merodea por la narración acompañado de su mascota, un cuervo, A Raven. Y The Raven es el poema más famoso de Poe.



[i] Poe Poe Poe Poe Poe Poe Poe. Doubleday, Nueva York, 1972.

domingo, 19 de febrero de 2017

Escribir con la pluma de un ángel. Carson McCullers: El corazón es un cazador solitario



Para Carmen Virginia Carrillo,
con recuerdos de Mick Kelly,
fervorosa aprendiz de milagros.
Si bien su cuerpo se extinguió,
persiste imperturbable
su luminoso amor por la vida.



Los buenos libros nunca nos dejan en paz. Además de evolucionar con nosotros, contradicen nuestras emociones. En ocasiones, empezamos a detestarlos. No siempre se muestran indulgentes. Tienen la mala costumbre de regañarnos de manera constante. Pueden tener setenta páginas, o mil quinientas. Siempre, resultan inesperados. Aunque son producto de autores, nunca son totalmente creados por ellos, pues abundan las transcripciones, ya se trate de cuentos o de escritos sagrados.
Como esos manuscritos que un amanuense descubre en una gaveta, o detrás de un armario, forman parte de la memoria de la tribu. Cervantes era adicto a esos descubrimientos. A cada rato, la narración de Don Quijote se interrumpe por esos cuentos cortos que nada tienen que ver con los avatares del protagonista. (Robert Louis Stevenson era otro aficionado a esos hallazgos. Y Dostoievski incorporó uno de esos relatos ajenos a su prosa, “El Gran Inquisidor”, en Los hermanos Karamazov).
Esos libros tan especiales cuentan con algunos atributos: su lerdo deslumbramiento, la aparición de personajes o situaciones que no figuraban en nuestro canon de lectura, o en nuestras expectativas de vida, y el hábito del autor de mantenerse en un discreto segundo plano, para que nadie lo culpe por revelar incómodas verdades.
Esos textos necesitan relecturas. Es muy difícil que nos persuadan la primera vez. Solo al cabo de un tiempo, como señala la expresión en inglés, They grow on us. Cuando los analizamos como una novedad, es más el fastidio que la fascinación. Se enfrentan con nuestro estilo de vida, o nuestra manera de pensar, de examinar el mundo. No temen denunciar nuestra hipocresía. Y eso irrita. Vivimos encarcelados en los modales que aconseja nuestra sociedad. Tenemos dos posibilidades: o transigimos con ella, o nos convertimos en excéntricos, de aquellos que son saludados de manera afable por seres que nunca más querrán circular por nuestras vidas.


The Heart is a Lonely Hunter, de Carson McCullers (1917-1967) es un libro excepcional en las letras norteamericanas por varias razones: por las verdades que enuncia, por la serenidad con que las enuncia, por su tragedia, y porque, pese al discreto segundo plano de la autora, esa tragedia la encarna, y posiblemente la condujo a la destrucción.
McCullers comenzó la novela cuando tenía 20 años. La publicó en 1940, cuando tenía 23. Oriunda de Columbus, Georgia, en The Deep South de Estados Unidos, trató de reflejar, en una prosa que suponía realista, las costumbres y desdichas de sus pobladores en un país que recién comenzaba a emerger de la Gran Depresión. Pero su propósito fue trastocado mientras redactaba la novela. Intentó hacer la radiografía de un pueblo acosado por la miseria, el prejuicio, la desesperanza, y terminó redactando una alegoría. Quiso hacer realismo, y el realismo quedó cancelado por un tono que se acerca más al grotesco de Erskine Caldwell, o al gótico de William Faulkner.
Sin excepciones, sus principales personajes integran el elenco estable de los misfits y de los freaks, seres inadaptados y esperpentos, como surgidos de una película de Ted Browning. No han crecido en un lugar, sino brotado de manera inesperada, tras algún cataclismo, sin importar la clase de portento. Además de carecer de raíces, esos seres resultan imposibles de transplantar. Son marginados que buscan a marginados, ya sea para odiarlos, o para protegerlos, aunque la torpe protección supera a la animosidad.
John Steinbeck escribió una gran novela ambientada en la misma época, aunque en California: The Grapes of Wrath. Pero su texto es realista. El ser humanos está sometido a los rigores del clima, enfrentado a la sequía, a la lucha por la subsistencia. El cuerpo predomina, las pasiones están a flor de piel. En cambio, los personajes de Carson McCullers deambulan por su población intentando sobrevivir, —lo más desconcertante, con dignidad—, y en sus respectivos periplos asumen el rol de fantasmas. Sí, la carne existe, con sus deseos y fantasías, con sus perversas transgresiones. Pero es más excusa que realidad.
Hay una sexualidad exacerbada, aunque casta, en todos los personajes. El deseo está en todas partes, pero nunca consumado. Hombres adultos desean a menores, la amistad casi se confunde con la homosexualidad, sin concretarse.
¿Quién protagoniza The Heart is a Lonely Hunter? Hay varios candidatos. ¿La adolescente Mick Kelly? Es posible. La música es su forma de trascender. Otros críticos se inclinan por el sordomudo John Singer, un judío. Singer significa cantor, y es irónico que se le aplique ese apellido a una persona que solo habla por señas.
Ya en los primeros párrafos de la novela, McCullers estableció el tema. “En los rostros que había en las calles”, dice, “existía la desesperada contemplación del hambre y la soledad”.
En tanto Mick Kelly, a quien conocemos cuando tiene 12 años de edad, está acosada por la soledad, ansiosa de ser amada, y sumergida en un mundo de música que la transporta en algo muy similar a la alucinación (de manera evidente es la encarnación de la narradora), su contraparte, el sordomudo Singer balancea su narcisismo.
El primer capítulo de la novela pertenece justamente a Singer, quien trabaja en un negocio de joyería. Su único amigo es el griego Antonapoulos, también un sordomudo, un ser obeso, a quien solo le interesa satisfacer su apetito. “Excepto por la bebida y por cierto solitario placer secreto”, dice McCullers de Antonapoulos, “lo que más le gustaba en el mundo era comer”.
Y la tragedia comienza cuando el griego muestra síntomas de extravío y es internado en un hospital psiquiátrico, sumiendo a su amigo en la pesadumbre.
Singer se reubica en una pensión administrada por los padres de Mick, y a partir de ese momento, comienza a entrecruzar su vida con la de cuatro personas: la adolescente, Biff Brannon, propietario de una cafetería; Jake Blount, un vagabundo, sindicalista y alcohólico, y Benedict Mady Copeland, un médico negro, abrumado por el racismo, quien intenta inculcar en su prole los valores de la dignidad y de la rebeldía. (Uno de sus hijos es bautizado Karl Marx).
De manera sutil, el sordomudo Singer despierta en quien lo conoce, una misteriosa atracción. “Sus ojos hacían pensar a las personas que oía cosas que nadie jamás había escuchado, que sabía cosas que nadie antes había adivinado. No parecía humano”, indica la narradora. Y en determinado momento, Singer se transfigura “en una suerte de Dios casero”.
De Ring Lardner, un excepcional cuentista norteamericano, decían que “describía personajes, cuando éstos creían que nadie los estaba observando”. McCullers tenía esa mirada. Era infatigable en su capacidad de observación. Y, al mismo tiempo, exhibía gran porfía en despojar a un personaje de su piel, y analizarlo sólo como un ser humano. Con la excepción de Faulkner, nadie describió a los negros y a los blancos con pareja imparcialidad. A veces, inclusive, resulta difícil distinguir quién es negro o blanco en la novela, excepto por cierta manera de construir la frase, o el dramatismo de una situación.
Quizás por la influencia del cine en blanco y negro de su época, con sus dramáticos contrastes, la escritora parecía seguir a sus personajes con un reflector. De repente iluminaba a uno de ellos, y comenzaba a acosarlo a fin de descifrar su historia. No hay principio ni final en ellos. Son castigados por algún drama que les otorga tres dimensiones. Y excepto escasas anomalías, saben arrostrar los infortunios con ecuanimidad.
La manera de narrar de McCullers es por el revés de la trama. Un episodio muestra a los blancos observados por los negros, y otro a los negros contemplados por los blancos. Hay múltiples puntos de vista, pero una profunda necesidad de entender, de actuar, de aliviar la congoja.
Algunos críticos ya veteranos, han comentado las dos o tres lecturas de The Heart is a Lonely Hunter que han emprendido a lo largo de sus vidas. Cada lectura ha sido distinta, y enriquecedora. Los personajes han madurado tanto como los lectores. A veces, han adquirido una sabiduría y amabilidad de la cual parecían privados en el ritual de iniciación.
Tal vez eso tiene que ver también con la transformación de Carson McCullers mientras escribía su novela. Llegó un momento en que dejó de escribir, y comenzó a escuchar las diferentes voces que clamaban por ser oídas en su relato.
En un momento de la novela, Biff Brannon, el propietario de la cafetería, le pregunta a Jake Blount, el vagabundo, sindicalista y alcohólico: “Si pudieses elegir una época de la historia en que podrías haber vivido ¿qué época habrías seleccionado?”
Es una buena pregunta, e imposible de responder. Cada época en que vivimos nos ofrece algunas migajas, y niega todo aquello que consideramos importante. Fragmentos inconclusos de nuestra existencia pasan ante nuestros ojos sin que podamos entender el significado. Transitamos por el mundo afrontando traumas y recuerdos, reaccionando ante eventos que consideramos significativos, y que al cabo de un tiempo pierden toda importancia.
Aunque Biff Brannon no sabe decidir cuál es la mejor época de la historia para vivir, sabe qué le gustaría encontrar en ella: “Un atisbo de lucha humana, y de coraje. El incesante flujo del pasaje de la humanidad a través del tiempo interminable. Para aquellos que trabajan, y para aquellos que aman”.
McCullers nos enseña que mientras vivimos, no hay principio ni final. Afortunadamente, Dios es grande y es nuestro perpetuo perdonavidas. Hasta el momento en que cesa de perdonarnos.

La vida, nos demuestran los grandes escritores, se basa, en buena parte, en la necesidad de ser olvidados y perdonados. Y marchamos tanto tiempo a la deriva, que ni siquiera sabemos que vendrá primero, si el olvido, o el perdón. 

miércoles, 15 de febrero de 2017

“Los próceres argentinos mueren de perfil” Entrevista de Elizabeth Araujo con Mario Szichman





Elizabeth Araujo es una excelente periodista y escritora venezolana, además de una gran amiga. Durante más de una década hemos colaborado en el periódico Tal Cual de Caracas, que dirige Teodoro Petkoff. Esta entrevista fue reproducida en fecha reciente en el portal Actualy.es que congrega la diáspora de venezolanos en España, aunque extiende su amistad, su solidaridad, y su preocupación por sus compatriotas, a otras partes de Europa y América Latina. El portal congrega excelentes firmas, y se está haciendo conocer con mucha rapidez.  Le pedí a Elizabeth permiso para reproducirla en mi blog. Le agradezco  su autorización para hacerlo. M.S.

Elizabeth Araujo: ¿Qué encuentra usted de atractivo de la historia de Venezuela al punto de que le dedica mayor atención en casi toda su obra literaria?
Mario Szichman: Nací en la Argentina, un país donde todos los próceres morían de perfil, diciendo frases de una cursilería que todavía hoy me curva los dedos de los pies. Imagina, Elizabeth, que un historiador argentino tuvo la petulancia de poner el título de “El santo de la espada” a un libro sobre San Martín. Nuestros héroes existían de la cintura para arriba. Y de repente, llego a Venezuela, y descubro próceres cuya vida erótica era casi tan interesante como sus hazañas militares. ¡Eran seres de carne y hueso! Hay un solo libro que recomiendo a todos los lectores deseosos por conocer el carácter del Libertador Simón Bolívar: El diario de Bucaramanga, de Perú de Lacroix. Allí, Bolívar narra hasta sus visitas a los burdeles de París. Es un héroe muy novelable. Por cierto, en fecha reciente descubrí que San Martín había tenido una amante peruana, Rosita Campuzano. Por supuesto, la historia de la independencia de la Gran Colombia está también plagada de numerosos episodios de descabellado heroísmo. Antes de entregarse a la oligarquía, José Antonio Páez protagonizó hazañas que sólo se encuentran en Homero. Nada de eso encontré en la historia argentina.
E.A.: En su reciente novela Eros y la doncella, usted describe a un Francisco de Miranda sibarita y algo vividor ¿Será esa la imagen que proyectó en los venezolanos de su tiempo el Precursor de la Independencia?
M.S. El Precursor era un sibarita y algo vividor para los españoles, los franceses y tal vez para los británicos de su tiempo. Las mujeres caían rendidas a sus pies. Era lo que los ingleses calificarían de “A strapping felow.” Un caballero corpulento y muy buen mozo. No fue el amante de Catalina de Rusia, pero es evidente que la emperatriz fue una de las numerosas mujeres que lo protegió. En cambio, los venezolanos de su tiempo no tenían esa imagen. Lo consideraban una especie de Anticristo. Cuando Miranda invadió la Vela de Coro, en 1806, los bien pensantes de su época ofrecieron donativos para quienes lograran su captura. Y tras capitular ante el comandante español Domingo Monteverde, en julio de 1812, fue entregado a los españoles por jóvenes patriotas, que lo acusaron de traidor. Entre esos jóvenes figuraba Simón Bolívar. Se trata del episodio más vergonzoso en la vida del Libertador. Si los venezolanos quieren reivindicar a Miranda, deberían trasladar sus restos al Panteón Nacional o al menos depositar allí ese excepcional archivo histórico que es Colombeia. Miranda merece ese homenaje, no Hugo Chávez.
Pero déjame agregar algo más. Miranda no estaba programado para aparecer en Eros y la doncella. Fue una sugerencia de la profesora Carmen Virginia Carrillo, quien es además la editora de la novela.
E. A: ¿Cuánta de esta historia es ficción y cuánto hay de realidad?
M. S: Los principales hechos que narro en mis novelas históricas se basan en lo que podríamos considerar la realidad. Aunque no hay libro histórico exento de ficciones, especialmente los que se producen en América Latina. Pero yo tengo un ardid: busco episodios que ningún historiador ha podido registrar. Por ejemplo, en Eros y la doncella  describo el evento donde Georges Danton desentierra el cadáver de su esposa, Louise, en un cementerio de Francia. Danton no estuvo presente en los funerales de su amada esposa, y necesitaba rendirle un postrero homenaje. No hay registro histórico de ese episodio. Pero el novelista puede ingresar en espacios vedados al historiador y reconstruirlos. Por lo tanto, si alguien se quiere conocer la verdad de lo ocurrido con la exhumación del cadáver de Louise, y las reacciones de Danton, deberá acudir a un texto de ficción: el mío.
E. A: En muchos de esos relatos, usted se descubre como el periodista que es. ¿Es una enfermedad contagiosa el periodismo de la cual resulta difícil curarse?
M. S: Depende del país en que contraes la enfermedad. Trabajé un tiempo como periodista en la Argentina, entre 1971 y 1975. Eran tiempos muy difíciles. Los periodistas eran amenazados de manera constante. Varios fueron asesinados. Muchos de los periódicos, que se decían tribunas de doctrina, censuraban la noticia, o la tergiversaban. Recuerdo que cada vez que le preguntaban a un amigo donde estaba empleado, respondía “Trabajo como pianista en un prostíbulo”. Consideraba esa tarea más digna que admitir su labor en un periódico bonaerense. Pero en Venezuela, era totalmente distinto. Trabajé en diferentes publicaciones en Caracas, entre 1975 y 1980. Nadie me corrigió una coma de mis textos. Conocí personajes como Miguel Angel Capriles, dueño de La Cadena Capriles, que eran “bigger than life.” Podría hacerse una excelente película sobre ese empresario, basada en sus Memorias de la inconformidad. Algo en el estilo de Citizen Kane. En ese libro don Miguel Angel contó sin pelos en la lengua los inescrupulosos métodos que usó para adquirir su empresa. Cuando le pregunté cómo se había atrevido a revelar tantos detalles sensacionales, me dijo: “Mira, Mario, mi intención inicial era escribir el libro, y después suicidarme. Lamentablemente, a último momento cambié de idea, y ya el libro estaba circulando”. En fin, si me preguntas qué es para mí el periodismo, te diré que es el mejor de los afrodisíacos. Afortunadamente, muchas mujeres bonitas comparten ese criterio.
E. A: ¿Se hace buen periodismo en la actualidad o, debido a Mr. Google y las redes sociales el reportero tiende a ser más perezoso para investigar in situ los hechos noticiosos?
M. S: No hay nada que ayude a crear un buen periodista. Y no hay nada que contribuya a destruirlo. Excepto si le niegan trabajo. Pero me voy a poner solemne por un solo instante: los buenos periodistas buscan la verdad. Y ese sigue siendo el más poderoso de los afrodisíacos. En todas las épocas se hace buen periodismo. Aunque las crisis contribuyen a mejorarlo. Somos como esos zopilotes que prosperan devorando carroña.
E. A: ¿Cuál ha sido su experiencia en EEUU, primero como editor para una agencia noticiosa y ahora como periodista free lance?
M. S: La labor en una agencia noticiosa es muy aburrida. Trabajé como traductor del inglés al español, primero para The United Press International, y luego para The Associated Press.  Inclusive trabajé trece años en el llamado Graveyard Shift, el turno del cementerio, de las 11:30 de la noche a las 7:00 de la mañana. Hice cualquier cosa con tal de reservar algunas horas para mi vida familiar, y para mi literatura. Prefiero, de todas maneras, el periodismo de calle. Ser reportero es para mí un absoluto privilegio. La vida es con la gente. Y también la literatura.
E. A: Desde Latinoamérica hay cierta percepción de que el periodismo que se practica en EEUU es infalible y de muy alta calidad. ¿Tiene que ver eso con la formación de la profesión o con el músculo financiero que sustentan empresas como The New York Times o The Boston Globe?
M. S: En líneas generales, se hace buen periodismo en Estados Unidos. Por supuesto, no es infalible. Ni remotamente. Tal vez falla menos que en otros países porque todavía suele respetarse la división entre la parte editorial y la parte periodística. Mi periódico preferido es The Wall Street Journal. Es el primer periódico financiero con sentido del humor. The New York Times está sobrevalorado. El desempeño que tuvo previo a la invasión a Irak fue deplorable. Algunos de sus reporteros estrellas parecían vivir en la isla de la fantasía. Y ayudaron a crear un ambiente favorable a la invasión. Fue la época en que la línea editorial se impuso a la investigación periodística.
E. A: ¿Cuáles son, a su juicio, los patrones que definen el periodismo norteamericano, si se le compara con el de Latinoamérica?
M. S: Hablando de patrones, los patrones de los periódicos latinoamericanos tienen mucho más influencia que los patrones en Estados Unidos. Creo que una diferencia notable es en la estructura de la noticia. Los artículos de periódicos norteamericanos suelen ser mucho más cortos que los publicados en periódicos latinoamericanos. La herencia española nos ha causado mucho daño. Recuerdo que en cierta ocasión leí en el diario El País de Madrid una entrevista al entonces presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero. El reportaje se llevaba más de una docena de páginas. ¡Y era Rodríguez Zapatero, no Nelson Mandela!  Hay menos solemnidad en la prensa norteamericana. En cuanto a la prensa latinoamericana, cuando no es envarada resulta aburrida. ¡Ah, y sus columnistas! En ese sentido, TalCual se salva. Aunque en los últimos tiempos ha perdido mucho de su desparpajo. Otro factor: en Estados Unidos hay menos uso del material de agencias. Tú examinas diez periódicos latinoamericanos de distintos países, y siempre traen las mismas noticias internacionales. Eso es improbable que ocurra en Estados Unidos.
E. A: ¿Qué locura es esta del espionaje cibernético que el gobierno ruso está pensando volver a la máquina de escribir?
M. S: Mira, Elizabeth: el hermano mayor nos vigila desde hace muchos años. Lo que a mí me sorprende es que ahora los gobiernos se asombren ante el espionaje cibernético. Yo abro cualquier página en el internet, y de inmediato aparecen las compras que hice por ejemplo en Barnes and Noble, con la recomendación de que haga otras compras. Y ese espionaje lo están haciendo las propias empresas que me venden la mercancía. El único consuelo que me queda es pensar es que si nos espían a todos, ya no pueden espiar a nadie.
E. A: Por cierto, este tema casi tabú de la verdad viene ahora a derrumbarse con las revelaciones de Snowden de que Washington pinchaba hasta a media Europa.
M. S: De nuevo, me asombra que alguien se asombre.
E. A: En muchos de sus artículos, a pesar de que escribe desde Nueva York, hace alusión a la situación política en Venezuela. Hay una pasión que parece hasta desmedida. ¿Por qué?
M. S: Venezuela es mi patria adoptiva. En Venezuela aprendí a escribir. En Venezuela me hice periodista. Mis amigos venezolanos nunca me abandonaron. Una universidad venezolana, el núcleo Rafael Rangel, en el estado Trujillo, se ha convertido en una generosa alma mater en que se discuten mis novelas. Nadie me trata como un musiú. Quiero devolverle a esa Venezuela que tanto amo algo de lo que me brindó. Y lo hago criticando a este horrendo gobierno que le ha caído en desgracia. Mi oración cotidiana, aunque no soy religioso es: “Dios mío, que Venezuela despierte de esta pesadilla”. Ojalá que el país pueda volver a ser un ejemplo de progreso y de convivencia para el resto de América Latina. Por ahora, con Nicolás Maduro, sólo está garantizada la tristeza y la catástrofe. Como me decía un amigo, “¡Qué lindo debe ser vivir en un país donde los militares defienden las fronteras, no sus embarques de cocaína!”



domingo, 12 de febrero de 2017

La música de las esferas celestes: entrevista a Pablo Sabat


Mario Szichman


Pablo Sabat

La música comparte una cualidad con otras artes, especialmente la poesía y la narrativa: nunca se la descubre, solo se la redescubre. Una obra arquitectónica, o una escultura, nos seduce al primer impacto, o no lo consigue jamás. La pintura oscila entre el descubrimiento y el redescubrimiento. Y a veces, entre esas dos alternativas, puede existir un hiato de varios años, con una primera fase de intenso repudio. Algunos vernissage, especialmente de impresionistas, cubistas y surrealistas, terminaron en grandes escándalos, y los regímenes totalitarios usaron esas expresiones artísticas como muestra evidente de la degeneración del gusto por parte de díscolas vanguardias.
Pero la música tiene un impacto mucho mayor. Una vez un ser humano la redescubre, el conocimiento le obliga a profundizar la emoción. Tal vez su arcaísmo afecta nuestra sensibilidad de una manera imposible de encontrar en otras esferas del arte. La Marsellesa ha conducido a más hombres a la guerra y a la muerte, que cualquier novela o pintura. Puede enajenar nuestros sentidos con tanta o más eficacia que el alcohol o una droga. Ningún ejército tiene batallones de pintores, pero sí de músicos. ¿En qué reside su magia? León Tolstoi, más modernista que la mayoría de sus contemporáneos –exceptuando a Dostoievski—trató en cierta ocasión de abatir la admiración que sentían sus congéneres aristócratas por la ópera, describiendo en su llano estilo algunas escenas. Y realmente, sin la música que acompañaba a una ópera, todo resultaba ridículo. “Un grupo de muchachas cantaba a coro”, decía en un capítulo de La guerra y la paz. “De repente, una mujer, de aspecto robusto, avanzaba hacia el centro del escenario. Un hombre se aproximaba a ella. El hombre vestía un calzón de seda que se ajustaba perfectamente a sus fuertes piernas. Tenía una pluma en el sombrero y un puñal al cinto, y se puso a cantar al tiempo que gesticulaba”.  Al principio, el hombre del calzón ajustado cantaba solo, después le cedía el turno a la pareja… Cuando terminaron de cantar, toda la sala los aplaudió, les aclamó, mientras los dos actores que representaban una pareja de enamorados se inclinaron sonriendo a derecha y a izquierda”…
Tolstoi hizo todo, menos describir la música, cosa por otra parte imposible. Y sin la música, ¿qué perduraba en el escenario? Una multitud enlutada, gesticulando, enarbolando objetos que recordaban puñales. Otra multitud surgía de repente en el escenario, intentando llevarse a la joven que había estado vestida de blanco en el primer acto, y ahora vestía de azul. Pero antes de llevarse a la joven, la multitud “cantó durante largo rato con ella”.
La música nunca sirve de acompañamiento. Es justamente al revés. Los objetos y sujetos presentes en un escenario, están al servicio de la música. Sin ella, tenemos la pantomima,  hasta la farsa. En esa joya del cine cómico que es Una noche en la ópera, de los hermanos Marx, se muestran nítidamente los dislates que ocurren en un escenario, así como el arrebato que transporta a los espectadores, una vez la música hace oír su voz.

Pablo Sabat con Adrei Gavrilov

Uno de los músicos más versátiles en el campo de la música clásica es Pablo Sabat. Nacido en Perú. Ha dirigido orquestas en Sudamérica, los Estados Unidos y Europa, entre ellas la Filarmónica de Bogotá, la Sinfónica de Guayaquil, la Filarmónica de Karkhiv y la Orquesta de Cámara de la Filarmónica Checa. Ha actuado junto a grandes solistas de la talla de Gil Shaham, Andrei Gavrilov, Sarah Chang, Joaquín Achúcarro, Maurice Hasson,  Philip Setzer, Lukas Vondracek y Valentina Lisitsa, entre otros.

Sabat con Gil Shaham

Desde el 2010, como resultado del trabajo de Sabat junto a un excelente equipo de destacados instructores, se ha registrado en Perú el resurgimiento de la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil Bicentenario (OSNJB) como una nueva agrupación sinfónica con un elevado nivel, comparable al de otras organizaciones de su tipo en el mundo.
Sabat es invitado regularmente a dirigir la Orquesta Sinfónica Nacional, con la cual ha realizado importantes estrenos en Perú  de obras de Mahler (Sinfonía No. 7) y de Richard Strauss (Una Vida de Héroe), entre otros autores. Con la OSNJB ha participado en los montajes de Las Bodas de Fígaro y La Flauta Mágica, de Mozart, en el Gran Teatro Nacional de Lima en las dos primeras temporadas de ópera del Ministerio de Cultura. Su trabajo con la Orquesta Sinfónica de Arequipa desde el 2012 también ha elevado de manera importante el nivel de la OSA. En el año 2014 completó con esa orquesta el ciclo de las nueve sinfonías de Beethoven, cerrando con presentaciones de La Novena Sinfonía, por primera vez junto al Coro Nacional, en Arequipa y también por primera vez en su historia, en Lima, en el Gran Teatro Nacional, junto a la OSNJB. Durante ese ciclo, Sabat actuó como solista y director desde el teclado en los conciertos 1, 2 y 3 de Beethoven. La actividad permanente y el mayor nivel de calidad de la OSA han despertado la atención del público arequipeño, que ahora llena los espacios en los que se realiza cada actuación de la orquesta.
Ha sido Director Adjunto de la Orquesta Sinfónica Nacional, fundador y Director de la Orquesta de Cámara Nacional, Director Artístico de la Orquesta de la Ciudad de los Reyes, Director interino de la Orquesta Sinfónica Nacional del Perú y actualmente es Director Artístico de la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil Bicentenario y Director Titular de la Orquesta Sinfónica de Arequipa. Como pianista, Sabat ha sido solista con orquestas en Sudamérica, incluyendo la Sinfónica Nacional de Perú, entre otras. Se ha presentado en recitales de piano solo, música de cámara, y de canción de cámara en salas de Perú, Venezuela, Colombia, Trinidad & Tobago, México, Estados Unidos, España, Polonia y Austria. En 2016 debutó como director invitado de las orquestas sinfónicas de Aguascalientes y Querétaro en México, y de Kielce y Olsztyn en Polonia; con esta última también actuó como solista al piano.
Pablo Sabat ha trabajado con grandes maestros, entre los que se cuentan, en piano, Ena Bronstein (discípula de Claudio Arrau), en acompañamiento vocal Dalton Baldwin y Glenn Parker, y en dirección orquestal, Harold Farberman y Gustav Meier. También es profesor de Piano y Dirección Instrumental en el Conservatorio Nacional de Música de Lima.
Y para que su interpretación musical sea conocida y valorada, incluimos en este post tras la entrevista, algunas melodías con sus enlaces en el internet.

LA PASIÓN DE COMUNICAR

Mario Szichman: Pablo ¿cómo surge tu pasión por la música? A qué edad comenzaste tus estudios musicales? ¿Qué te decidió a hacer primero la carrera y luego dos masters uno en piano y otro en dirección de orquesta?
Pablo Sabat: Yo he escuchado música clásica desde niño. En casa se oía todo el tiempo. A los 7 u 8 años empecé a aprender piano pero no le tomé gusto sino hasta unos años después. Hasta los 15 años siempre pensé que me dedicaría a la Arquitectura, pero un recital en Lima del pianista brasileño Arnaldo Cohen, cuando todavía estaba en el colegio, fue como un terremoto en mi vida. Me di cuenta que él se ganaba la vida haciendo lo que le gustaba. Y además, ¡qué bien lo hacía! De todas maneras, sentía terror a dedicarme a la música en el Perú en la década del ochenta. Cuando terminé el colegio, seguía sin atreverme. Traté de estudiar Diseño Gráfico e incluso Arquitectura, pero la música triunfó. Al final, no hubo más opción que ceder. Así que con miedo y todo, me fui a Venezuela, donde hice la Licenciatura en Piano. Allá aprendí muchísimo sobre música e interpretación, conocí a Mónica, mi esposa, y nos casamos. Estuvimos allá un par de años más después de graduarme y entonces se juntaron la necesidad de seguir avanzando en mi carrera. En ese momento empecé a sentir que me estancaba. A ello se sumó una intuición que sospecho que muchos peruanos ganamos a la fuerza, después de haber vivido o visto gobiernos tan desastrosos para el país, como el militar de la década del setenta, y el primero de Alan García, Esa intuición me hizo temer que Venezuela no estaba encaminándose hacía el mejor futuro posible. Algo me dijo que había que salir pronto de allí. Entonces se presentó la posibilidad de hacer la maestría en piano en Estados Unidos. Viajé a Princeton y gané un concurso en el Westminster Choir College, que me abrió las puertas de una beca para estudiar con Ena Bronstein, una discípula destacada de Claudio Arrau. Al terminar, decidí, un poco con el pretexto de poder seguir en los Estados Unidos, darle una oportunidad al otro sueño que había tenido desde mi época de colegio, el de llegar a ser director de orquesta. Gané una beca de la OEA y estudié en Hartford con Harold Farberman, un señor muy difícil, duro y complicado, pero un maestro excelente. Luego aparecieron las oportunidades de trabajo en el Perú y aquí estoy desde hace varios años.

M.S.: Eres pianista además de director de orquesta. ¿Hay contradicción entre esas dos tareas?
P.S.: Para nada. Pienso que probablemente todas las ramas del arte son en el fondo lo mismo. Lo único diferente es el material en el que se plasman. La música es música, sea escrita para piano, violín, o para orquesta. Las texturas pueden ser más complejas (o no), pueden existir más variedad en los colores. Las dificultades de tocar o dirigir pueden ser también distintas. Pero, finalmente, son medios diferentes para expresar un mismo mensaje.

M.S.: ¿Cuales son tus compositores favoritos? ¿Por qué?
P.S.: Tendría que usar la respuesta clásica y cliché: “mi compositor preferido es el que estoy dirigiendo o tocando esta semana”. Da la casualidad que este mes estoy trabajando en un compositor que es definitivamente uno de mis tops, Claude Debussy. ¿Otros tops? Beethoven, por supuesto, Bach, Brahms, Mozart!, Mahler, Ravel… pero no puedo decir que tenga una única preferencia. Y además, con los años voy descubriendo más ya no sólo  sobre autores, sino sobre épocas completas. La inmersión que hice el año pasado en las nueve sinfonías de Beethoven y en mucha de su música de cámara, incluyendo la vocal, me han abierto una nueva forma de ver no sólo la música, sino al hombre y a la época que vivió.
Ahora estoy preparando El Mar de Debussy con la Sinfónica Nacional Juvenil Bicentenario, y a la vez tocando cuanta pieza de piano, del mismo compositor. Y eso me va a llevar también a la música de cámara instrumental y vocal. E inevitablemente a la literatura de la época también. Tengo pendiente leer mucho Proust, Baudelaire, Verlaine, entre tantos otros. Eso es fenomenal porque como te digo, se abre una visión más completa de esos años, de cómo se vivía, pensaba y sentía en determinada sociedad en cierto momento de la historia. Creo que un músico se la puede pasar tocando pieza tras pieza sin lograr una conexión con la historia. Pero a la vez, y eso lo estoy descubriendo relativamente tarde, la práctica de la música ya no sólo significa cualquier cosa que pueda significar, sino que también se convierte en una herramienta que trasciende a sí misma para entender otros aspectos de la historia. Eso, felizmente, es muy enriquecedor.

M.S. ¿Cómo haces para ensamblar los distintos instrumentos antes de la ejecución de una pieza musical?  ¿Por dónde comienza tu preparación de un concierto? ¿Cuánto demoras ensayando con la orquesta para un concierto?
P.S.: La preparación de un concierto tiene dos vías: por un lado, mi preparación de la partitura, quiero decir, mi propio aprendizaje de la misma, y por otro lado el aprendizaje de la obra por la orquesta. La Sinfónica Nacional Juvenil Bicentenario sigue el mismo método de trabajo desde que empecé a trabajar con ella en el 2010. Cada grupo de instrumentos de cuerda ensaya en espacios separados preparando con el mayor detalle posible sus propias partes. Los instrumentos de viento y de percusión ensayan en una sola sala, juntos. Luego de algunos días de trabajo, cuando cada fila empieza a estar más segura, se unen todas las cuerdas y finalmente la orquesta en su totalidad se reúne para leer la obra y empezar el trabajo del grupo completo. Uno de los aspectos de la ejecución orquestal en el que tanto yo como el equipo de instructores hemos hecho énfasis desde el principio es que la ejecución orquestal debe pensarse como si el grupo fuera un gran grupo de cámara. Es una visión digamos camerística de la práctica orquestal sinfónica. De esta manera se busca que los músicos se entrenen en escuchar a las otras familias, que conozcan lo que los otros tocan y cómo sus propias partes se relacionan con las demás. Eso da una mayor claridad y transparencia al resultado final. El tiempo de ensayos se ha ido reduciendo. Al principio necesitábamos dos meses para preparar un programa, y ahora con 10 a 15 ensayos, que se pueden completar en un mes, la orquesta está en condiciones de presentar un buen concierto. Y aspiro a que también ese tiempo se reduzca.

M.S.: No hay dos piezas musicales interpretadas de la misma manera. ¿Cuál es tu método de trabajo?
P.S: Creo que no hay otra forma de poder presentar una obra con coherencia que el análisis a fondo de la pieza. Desmontar la obra para armarla de nuevo. Seguir el proceso de composición al revés, del producto final a su origen. Es fundamental hacer un análisis formal o estructural, armónico, de la instrumentación y a partir de allí ir profundizando tanto como sea posible. La misma obra habla y se va descubriendo a sí misma, pero sólo si uno busca sin parar. No es necesario “imponer” una interpretación a la obra; el estudio va llevando de manera irremediable a la construcción de un concepto sonoro de la obra que creo es único en cada intérprete. No creo que dos músicos puedan analizar una obra de la misma, exacta manera. Creo que eso es imposible.


Pueden ver en You Tube: bajo la dirección de Pablo Sabat:
El Video del Beethoven Piano Concerto No. 3 Op. 37, 3rd. mov.  https://www.youtube.com/watch?v=0umt3Yt1k_w
El video de la  Sinfonía No. 6 de Beethoven. Op. 68 "Pastoral", Movs. III-V:  https://www.youtube.com/watch?v=pKfIU4VY0qk

 Sabat dirigiendo la OSN en la Catedral de Lima

M.S.: En Perú, la crítica ha elogiado tu particular abordaje de Beethoven. ¿Cómo describirías tu interpretación del gran compositor alemán?
P.S.: Con el transcurso de los años, he pasado de ser un fanático de los grandes directores del siglo veinte y su estilo de interpretación a una postura completamente opuesta que se empezó a formar durante mis años en Caracas, donde también estudié clavecín y participe con algunos grupos de música antigua. En ese momento caí en la cuenta de algo que era totalmente lógico. A cada compositor se le debe mirar desde el tiempo anterior hacia adelante y no de un tiempo posterior, hacia atrás y peor si ese tiempo está muy alejado de él. Entendí que Beethoven viene de Bach, Haendel, Mozart y Haydn, entre otros, pero no viene de Wagner. Caí en la cuenta de que Mozart nació sólo seis años después de la muerte de Bach, y Beethoven catorce. Las corrientes musicales en ese tiempo no desaparecían tan rápidamente y muchas características de estilos pasados sobrevivían en los estilos sucesivos. El problema es que Wagner no vio el asunto de esa manera. Como tampoco lo hizo Mendelssohn, cuando resucitó a Bach. Ambos miraron hacia atrás con ojos de su propio tiempo, un tiempo en el que la práctica orquestal estaba pasando por uno de los cambios más grandes de su historia debido al desarrollo de los instrumentos, el tamaño de las orquestas, la capacidad de las salas, y el nuevo público que asistía a los conciertos. Beethoven no tenía una orquesta de las dimensiones de Wagner; o salas como las que se construyeron durante el siglo diecinueve. Sus instrumentos eran de sonoridades más ligeras.
En el siglo diecinueve, la tendencia fue a aumentar la densidad y la pesadez de las sonoridades gracias a los avances (no siempre para mejor) en la construcción de instrumentos, a la creación de orquestas más grandes (la Filarmónica de Viena data de 1842, por ejemplo), la construcción de salas de concierto enormes que podían dar cabida al público burgués en grandes cantidades. Previamente, ese público no tenía acceso a esas actividades. De repente, quería también transitar la senda que la nobleza había disfrutado con exclusividad. Todo eso lo aplicó Wagner a su interpretación de Beethoven y de los clásicos. Esto puede ser comprensible porque la Musicología estaba en pañales todavía, pero el problema es que esta forma de entender la interpretación se transfirió y extendió en el siglo veinte gracias en parte a los discos. Richard Strauss dijo que todo lo que sabía de la forma de interpretar la Novena de Beethoven se lo debía a Wagner. Es un poco como entender los Evangelios con una mentalidad de este siglo; sí, supongo que puede funcionar, ¡pero se pierden tantos detalles que llevan a un mayor entendimiento cuando se conoce la mentalidad de las épocas en que se escribieron! Y por esto no puedo estar de acuerdo con esa visión que ahora resulta ser anticuada, (en nuestro tiempo se ha volteado la tortilla y se ha retornado a una forma moderna de interpretación que consiste en aplicar el conocimiento musicológico a la comprensión de la melodía de los grandes compositores. Tocar ahora Beethoven “a la Wagner” es un estilo anticuado de interpretación). Tal como señalé previamente, lo que hizo Wagner y sus continuadores supuso la exigencia de una interpretación extraña a la forma como Beethoven pensó y entendió la música.
Alguien dirá que es muy ingenuo de mi parte, porque después de haber vivido un siglo con dos guerras mundiales, Vietnam y no sé cuántas desgracias más, tenemos en el subconsciente toda una carga histórica que Beethoven no tenía y por lo tanto no podemos ni siquiera asomarnos a comprender la mentalidad de épocas pasadas.
Creo que sin dejar de ser nosotros mismos, podemos acercarnos un poco más, porque mucho de la época original está en la misma música. Si uno busca con ojos nuevos y oídos un poco más limpios de prejuicios novecentistas, es posible ver cosas digamos flamantes. Cuando sabes que un instrumento en la forma como existía en determinada época sonaba así o asá, o que las orquestas eran de tal tamaño, o que tocaban en espacios más reducidos, por ejemplo, y aplicas ese conocimiento a la partitura, empiezas a explicarte cosas y encontrar soluciones a problemas hasta ahora incomprensibles. Así se descubren cosas que suenan frescas gracias a tanto tiempo de escucharlas tocadas de una manera tan pesada. Para mí no tiene sentido seguir ejecutando la misma música de similar manera. Especialmente cuando uno se entera con total seguridad que no se tocaba así en esa época.

Creo que en la interpretación no hay reglas eternas como ha sido muchas veces la tendencia de pensamiento a partir del siglo diecinueve. Creo que la historia de la interpretación es un tema fascinante. Ahora más que nunca se deben buscar nuevas vías, no para imponer ideas preconcebidas, sino para intentar acercarse con la más posible honestidad al compositor, sabiendo que desde el principio será una batalla perdida al final, aunque esperando que la derrota no sea tan grande.