domingo, 5 de febrero de 2017

Graham Greene: el pecado y la gloria


Mario Szichman



En The Gnostic Gospels, Elaine Pagels analiza las divisiones que se registraron en los albores de la iglesia cristiana entre los evangelios apócrifos y los verdaderos.  La pregunta es: ¿Cómo se hace para distinguir unos de otros? Y la respuesta es muy sencilla: se condena a la hoguera a quienes difunden los evangelios apócrifos.  Y ¿cuáles son esos evangelios apócrifos? De nuevo la respuesta es sencilla: quienes murieron en la hoguera eran los encargados de difundir evangelios apócrifos.  La prédica de los perdedores, fue obliterada, e incinerada, por quienes triunfaron en la controversia.  
Pagels trabajó, con pluma maestra, la tesis postulada por Walter Bauer en 1934 acerca de la fundación de la iglesia cristiana como una secta con múltiples puntos de vista, en la cual, la mujer tuvo una poderosa presencia. Según la ensayista,  el gnosticismo “atrajo a las mujeres porque permitía su participación en los ritos sagrados”. Y las secuelas fueron poderosas. La mujer estaba ubicada al mismo nivel que el hombre, y era inevitable la presencia de la sexualidad.  Inclusive en uno de esos evangelios, aparecía la familia de Jesús, y se mostraba el celo y la indignación de los apóstoles por la presencia de María Magdalena, quien se tomaba ciertas libertades con el Redentor, pues lo besaba con frecuencia en la boca.  
Esas sectas religiosas eran humanas, demasiado humanas, y luego de algunos siglos de disputas feroces, el cristianismo las derrotó, y surgió como una religión masculina.
El poder y la gloria, la novela de Graham Greene, parece estar contada desde la herejía que pululaba en todas esas sectas fieles a Cristo, aunque no a la iglesia triunfante. Posee, además, la magnificencia de toda causa perdida.
Greene visitó México en 1938, una década después de la Rebelión de los Cristeros (1926-1929) que se libró en la parte central y occidental de los estados mexicanos contra la política anticlerical del presidente Plutarco Elías Calles. El jefe de estado intentó eliminar el poder de la iglesia católica e instituciones aliadas. La rebelión se encendió como fuego en una pradera en muchas zonas rurales de México. Es considerada  la última insurrección campesina en esa nación, tras concluir la fase militar de la Revolución Mexicana, en 1920.
Es obvio que las simpatías de Greene se orientaban hacia los cristeros. El novelista ingresó en la iglesia católica en 1926, aunque su conversión se debió, en buena parte, a su romance con una mujer de esa fe. De todas maneras, como indicó en 1938, “la castidad siempre estuvo más allá de mi control”.  Además, los ecos del catolicismo en Gran Bretaña, solían provenir de críticos protestantes. Y lo más frecuente, dijo el novelista, era oír “las escandalosas historias de turistas relacionadas con sacerdotes que en remotas comunidades latinas tenían amantes o andaban siempre borrachos”.
El personaje central de la novela es un ser ambiguo, y al mismo tiempo, poderoso. Se trata de un innombrable “whisky priest,” que huye de las autoridades intentando salvar su vida. ¿Cuáles son sus virtudes? Muy escasas. Solo sabe recitar misas, o mencionar la salvación eterna, a seres reducidos por la pobreza y por las enfermedades, a una rápida decadencia.  El licor es para él más que un vicio; constituye una esperanza de que no todas las horas de su vida tendrán el atributo del sufrimiento. Vive en un perpetuo purgatorio, aterrado por los daños corporales que pueden infligirle sus enemigos. Al mismo tiempo, desea que lo capturen y le permitan ingresar en el sueño eterno.

LAS ESTACIONES DE LA CRUZ

Una corriente subterránea de suave ironía, impregna la novela. Una de las escenas centrales es cuando el pecado de la lujuria le permite al sacerdote una momentánea salvación. Una de sus fugas lo traslada a una población en la cual procreó una hija. En cierta ocasión, “siete años antes, durante apenas cinco minutos, había amado a una mujer”, dice Greene. La hija odia y desprecia a su progenitor. Parece una enana “que oculta una horrenda madurez”. Pero en el momento culminante,  salva al padre, simplemente diciendo la verdad.
Una partida de soldados llega al pueblo, buscando al cura. Pese a repudiarlo, los habitantes, se niegan a delatarlo. El teniente que comanda la partida amenaza con tomar un rehén, y llevárselo, para fusilarlo después. Pero eso no altera la obstinación de los pobladores. ¿Qué los anima a ese desafío, qué clase de santidad tiene ese sacerdote pecador, que lo eleva por encima de sus feligreses?
Finalmente, el teniente  interroga al sacerdote, que viste harapos, y le aplica la sapiencia de una rudimentaria semiología. Le pide que exhiba sus manos. Se presume que un sacerdote tiene las manos bien cuidadas. Pero ese cura tiene las callosas manos de un labrador. Luego, olfatea su boca, tratando de descubrir si ha bebido vino, que en esas zonas solo se utiliza en ceremonias religiosas.  
Al sacerdote nada le pertenece. Cuando le preguntan por su apellido, recuerda un nombre que escuchó en otro pueblo. ¿Está casado? Si, responde el sacerdote. En ese momento irrumpe María, la mujer con la que tuvo una hija.  “Soy su esposa”, le asegura al teniente. “¿Por qué hace tantas preguntas? ¿Usted cree que parece un cura?”
El teniente está a punto de permitir que el cura se aleje. Pero presume que los niños no mienten. Y llama a su presencia a Brígida, quien resulta ser la hija del sacerdote, y le dice: “Tú conoces a todos en este pueblo, ¿no?” La niña lo admite. “¿Cuál es el nombre de ese hombre” añade mirando al sacerdote. “No lo sé”, dice la niña. “¿Tú no conoces su nombre?” pregunta el teniente, súbitamente sospechoso. “¿Acaso es un extraño?”  
María, la que fue amante del sacerdote, interviene. “Esa niña ni siquiera sabe su propio nombre. Pregúntele quién es su padre”.  
La niña, tras mirar fijamente al teniente, enfila “sus expertos ojos hacia el sacerdote” que está rezando como un desesperado: ´Perdón por mis pecados´, mientras cruza sus dedos convocando a la suerte.  Y la niña dice “Es él”, apuntando con el dedo al whisky priest, no ya el padre ceremonial del rito religioso, sino el padre que la engendró.  “La muerte”, comenta Greene, “fue nuevamente postergada”.
El poder y la gloria es un insistente via crucis. Cada estación es un tropiezo con seres pobres, malignos, suspicaces. Cada uno de ellos tiene sus métodos para sospechar del sacerdote. Uno de ellos le observa los pies. “Cuan delicados son sus pies”, señala. “Usted debería usar zapatos”.  Otro se pone alerta al oírlo hablar, y le dice: “Usted habla como un cura”.
Es imposible para el protagonista pasar desapercibido, hundirse en el anonimato. Tal vez el orgullo lo delata. Su única misión es huir, sufrir el desdén de quienes lo rodean. Pero en todas partes por donde transita hay algo que lo destaca de la muchedumbre. Tiene una misión, es el portador de la trascendencia, de la eternidad, del paraíso, de la salvación.
Greene pensó en la trama de El poder y la gloria como una tesis. Por un lado estaba la función sacramental. Por el otro, la tentación de la carne. Y en la novela hay más de un sacerdote que nunca será aprobado en castidad. Por allí merodea el Padre José, obligado por el estado mexicano y su propia cobardía a casarse.
Hay algo que nadie le puede arrebatar al sacerdote: el poder. No el poder terrenal, sino celestial, de “transformar la hostia en la carne y en la sangre del Salvador”.  Su función es la de un intermediario, y su tarea final es situar el sacramento “entre los labios de un moribundo”. En ese simple gesto, “convoca a Dios”.
Si sus feligreses mueren, morirán como han vivido, sin pena ni gloria. Solo al sacerdote repudiado y perseguido le está reservado el martirio.  Tal vez ha perdido todo poder. Pero nadie podrá escamotearle la gloria.




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