miércoles, 8 de febrero de 2017

Franz Kafka vive en Texas


Mario Szichman



En Estados Unidos existe el derecho constitucional al rápido proceso de toda persona sospechosa de haber cometido algún delito. Una corte de apelaciones del estado de Texas señaló que entre los precedentes más importantes figuran demoras de tres, seis, hasta ocho años. Pero el caso de Jerry Hartfield  es inconcebible: hace más de tres décadas que está preso. Lo que hace aún más incomprensible la situación es que Hartfield puede ser inocente. Pero ni él mismo lo sabe, pues es un  discapacitado mental.  Además, oficialmente, no es culpable de nada. La primera acusación de homicidio fue desechada en una corte de apelaciones. Durante los 32 años siguientes, no fue acusado de nada o sentenciado a pena alguna.  Y sin embargo, todo ese tiempo, ha estado entre rejas. La corte de apelaciones que discutió hace poco su caso, dice que se trata de “una pesadilla de la justicia penal”.
En el 2015, Hartfield fue procesado y condenado nuevamente. Y en ese momento, estuvo más cerca de la libertad, que en previas décadas, según indicó The New York Times. Pues al pasar a la corte de apelaciones, los jueces se concentraron no en el homicidio de que fue acusado, sino en la violación de su derecho constitucional a un juicio rápido.
Un panel de tres jueces desechó las acusaciones contra Hartfield, y por lo tanto, eliminó la más reciente de las condenas. Pero en el kafkiano mundo de las prisiones tejanas, se ignora si podrá recuperar la libertad en algún momento. La fiscalía está en condiciones de rechazar el veredicto de la corte de apelaciones ante el tribunal superior de Texas.
La jueza Gina M. Benavides, escribiendo en nombre de los tres magistrados de la corte de apelaciones, dictó un fallo que es para pensar: “Estamos profundamente al tanto de nuestra conclusión”, señaló. “Significa que el acusado puede salir en libertad, aunque sea culpable”. La jueza simplemente respaldó el dictamen “basándose en la Constitución de los Estados Unidos”. “Éste es el único remedio posible”, añadió.

EL HOMBRE DE LA MÁSCARA DE HIERRO



En varias novelas de los siglos dieciocho y diecinueve, se hace mención a la figura emblemática de El hombre de la máscara de hierro.
En septiembre de 1661, por órdenes del rey Luis Catorce, Nicolas Fouquet, ministro de Finanzas del reino, fue arrestado en Nantes nada menos que por d’Artagnan, comandante de los mosqueteros del rey. Fouquet fue acusado de malversación de fondos públicos, y enviado en 1664 a la prisión de  Pignerol, en Piedemonte. En 1669, un prisionero del cual se ignoraba el nombre, fue trasladado a la prisión. Su tarea era servir de ayuda de cámara a Fouquet. Algunos años después, Fouquet falleció, pero el anónimo prisionero continuó en la cárcel. Todo lo que se sabía de él era que siempre tenía puesta una máscara de terciopelo, y su nombre “no debía ser mencionado”.  El prisionero falleció en 1703, luego de estar 44 años en la cárcel, dos más que Hartfield, el texano. Y fue entonces que comenzó a existir para la historia. En el registro de defunciones su nombre aparece como Marchioli.
En The Times Literary Supplement, se indica que a lo largo de los siglos, los historiadores han identificado más de cincuenta individuos como el prisionero enmascarado, entre ellos el propio d’Artagnan, el bisabuelo de Napoleón Bonaparte, el dramaturgo Molière (los jesuitas habrían ordenado su encierro por burlarse de la religión en Tartufo) y, lo más improbable, una dama de alcurnia.
Alejandro Dumas aludió al personaje en la tercera parte de El vizconde de Bragelonne, y también en su recopilación periodística de Causas Célebres. Pero en realidad, el hombre de la máscara de hierro es más que un emblema de injusticia. Pues dejar pudrir en la cárcel a sus enemigos, era para los monarcas algo tan necesario como respirar. The Times Literary Supplement da como ejemplo El affaire del veneno, en el cual varios hombres y mujeres de la nobleza, fueron procesados por homicidio y brujería entre 1679 y 1682. Se estima que 442 personas languidecieron sin proceso alguno, en un estado de “perpetua” reclusión, muchas de ellas hasta su muerte. Uno de los cautivos estuvo 54 años en un calabozo.

LA CÁRCEL DE LA MENTE

Es posible que todos los condenados a la prisión y al olvido en el caso de El affair del veneno, hayan estado cuerdos. O al menos, al principio. Pero el giro kafkiano en el caso del señor Hartfield, en la actualidad de 60 años de edad, es que ha pasado más de 40 años entre rejas sin saber realmente qué ha ocurrido, o qué ha hecho. Es un minusválido, incapaz de recordar.
El 17 de septiembre de 1976, dice The New York Times, Eunice Lowe, de 55 años, vendedora de boletos de autobús, fue asesinada en el sitio donde trabajaba, la estación Continental Trailways, en Bay City, al suroeste de Houston. El homicida le clavó en la cabeza una piqueta, robó dinero de la caja registradora, y se llevó el carro de la víctima. Había también evidencias de un ataque sexual tras la muerte.
Hartfield fue apresado cerca del sitio, y firmó una confesión, de la cual luego renegó. Además, detectives declararon en tribunales que el sospechoso les informó donde podían encontrar el vehículo de la señora Lowe. Expertos señalaron que el cociente mental de Hartfield estaba en los 50 ó 60. Eso lo colocaba en la categoría de deficiente mental.
Los abogados del preso dijeron que su cliente podía ser fácilmente apremiado  por detectives, e incapaz de entender sus derechos, o su confesión.
Al principio, un jurado lo declaró culpable, y Hartfield fue condenado a muerte. Posteriormente, un tribunal de apelaciones anuló el veredicto. En su dictamen, indicó que un potencial miembro del jurado había sido descartado de manera incorrecta por expresar sus dudas sobre la pena de muerte, y ordenó un nuevo proceso. Luego de años de disputas legales, el dictamen de la corte superior fue aprobado en marzo de 1983.
Pero, debido a lo que se llama “a trial error,” un error durante el juicio, la sentencia nunca fue comunicada al sistema de prisiones. Uno de los abogados de Hartfield dijo que su cliente creyó que estaba aguardando un nuevo proceso, pero carecía de la capacidad para entender la demora, o qué hacer.
Durante los 23 años siguientes, la oficina del fiscal de Distrito donde ocurrió el asesinato, no movió un dedo para procesar a Hartfield.
Entre 1983 y el 2008, cuando una corte federal nombró a un nuevo abogado, Hartfield estuvo en un limbo legal. Fue gracias a un compañero de reclusión que el preso pudo presentar peticiones de un nuevo juicio en varios tribunales. Algunos rechazaron su petitorio, al menos uno fue a parar al sitio equivocado, un juez federal dictaminó en su favor, y otro dijo que el caso debía ser examinado por tribunales estatales. 
Recién en el 2013, Hartfield fue finalmente escuchado. Y allí comenzó otra odisea de Josef  K. La Corte de Apelaciones Penales de Texas informó que si bien la condena y la sentencia de cadena perpetua eran nulas, también lo eran las mociones. Por lo tanto, había que partir de fojas cero.
El problema era que luego de décadas, la mayoría de las evidencias habían desaparecido.
La fiscalía de distrito logró apenas localizar una de las 16 evidencias usadas en el proceso original, indicó el periódico. Por otra parte, varios de los testigos habían fallecido, y al menos uno estaba afectado de demencia senil. El arma usada para cometer el asesinato no pudo ser localizada. Tampoco la sangre o muestras de semen que podrían haber permitido identificar el ADN del asesino. En cuanto al vehículo de la víctima, fue imposible de encontrar.
En esa ocasión, el tribunal de primera instancia dictaminó que el caso podía proseguir.
En el 2015, 38 años después del primer juicio, el señor  Hartfield fue de nuevo declarado culpable, y condenado a cadena perpetua[i]. Con una diferencia: si la condena era contada desde su primer día en la cárcel, hubiera sido declarado en libertad bajo palabra muchos años atrás.
En el limbo judicial, en el limbo entre la inocencia y la culpa, el sospechoso puede salir en libertad. Una de sus dos hermanas dijo al diario: “No estoy segura si él está enterado del dictamen. Y dudo que lo entienda con certeza”.
Por su parte David R. Dow, uno de los abogados del sospechoso, señaló: “Si consideramos esto kafkiano, ninguna otra cosa puede calificarse de kafkiana. No hay nada que se parezca a esto, ni de manera remota. Es la tormenta perfecta de todo lo que puede andar mal en el sistema de justicia penal”.
El hombre de la máscara de hierro, o de terciopelo,  estaba enterado de cuál había sido su delito. Todo indica que pasó la mayor parte de sus años en prisión aceptando su suerte, los vericuetos de la ley, la majestad del castigo. Pero Jerry Hartfield ha pasado casi 40 años de su vida, en una nebulosa, intentado distinguir entre la libertad y la cárcel, entre el bien y el mal, entre su adolescencia y su vejez. La máscara es su rostro. Ha quedado atrapado para siempre en la cárcel de la mente.



[i] En el 2002, la Corte Suprema de Justicia dictaminó que personas mentalmente discapacitadas no pueden ser ejecutadas.  

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