Mario
Szichman
En Estados Unidos existe el derecho
constitucional al rápido proceso de toda persona sospechosa de haber
cometido algún delito. Una corte de apelaciones del estado de Texas señaló que
entre los precedentes más importantes figuran demoras de tres, seis, hasta ocho
años. Pero el caso de Jerry Hartfield es
inconcebible: hace más de tres décadas que está preso. Lo que hace aún más
incomprensible la situación es que Hartfield puede ser inocente. Pero ni él
mismo lo sabe, pues es un discapacitado
mental. Además, oficialmente, no es
culpable de nada. La primera acusación de homicidio fue desechada en una corte
de apelaciones. Durante los 32 años siguientes, no fue acusado de nada o
sentenciado a pena alguna. Y sin
embargo, todo ese tiempo, ha estado entre rejas. La corte de apelaciones que
discutió hace poco su caso, dice que se trata de “una pesadilla de la justicia
penal”.
En el 2015, Hartfield fue procesado y
condenado nuevamente. Y en ese momento, estuvo más cerca de la libertad, que en
previas décadas, según indicó The New
York Times. Pues al pasar a la corte de apelaciones, los jueces se
concentraron no en el homicidio de que fue acusado, sino en la violación de su
derecho constitucional a un juicio rápido.
Un panel de tres jueces desechó las
acusaciones contra Hartfield, y por lo tanto, eliminó la más reciente de las
condenas. Pero en el kafkiano mundo de las prisiones tejanas, se ignora si
podrá recuperar la libertad en algún momento. La fiscalía está en condiciones
de rechazar el veredicto de la corte de apelaciones ante el tribunal superior
de Texas.
La jueza Gina M. Benavides, escribiendo
en nombre de los tres magistrados de la corte de apelaciones, dictó un fallo
que es para pensar: “Estamos profundamente al tanto de nuestra conclusión”,
señaló. “Significa que el acusado puede salir en libertad, aunque sea
culpable”. La jueza simplemente respaldó el dictamen “basándose en la
Constitución de los Estados Unidos”. “Éste es el único remedio posible”, añadió.
EL HOMBRE DE LA MÁSCARA DE HIERRO
En varias novelas de los siglos
dieciocho y diecinueve, se hace mención a la figura emblemática de El hombre de la máscara de hierro.
En septiembre de 1661, por órdenes del
rey Luis Catorce, Nicolas Fouquet, ministro de Finanzas del reino, fue
arrestado en Nantes nada menos que por d’Artagnan, comandante de los
mosqueteros del rey. Fouquet fue acusado de malversación de fondos públicos, y
enviado en 1664 a la prisión de Pignerol,
en Piedemonte. En 1669, un prisionero del cual se ignoraba el nombre, fue
trasladado a la prisión. Su tarea era servir de ayuda de cámara a Fouquet.
Algunos años después, Fouquet falleció, pero el anónimo prisionero continuó en
la cárcel. Todo lo que se sabía de él era que siempre tenía puesta una máscara
de terciopelo, y su nombre “no debía ser mencionado”. El prisionero falleció en 1703, luego de
estar 44 años en la cárcel, dos más que Hartfield, el texano. Y fue entonces
que comenzó a existir para la historia. En el registro de defunciones su nombre
aparece como Marchioli.
En The
Times Literary Supplement, se indica que a lo largo de los siglos, los
historiadores han identificado más de cincuenta individuos como el prisionero
enmascarado, entre ellos el propio d’Artagnan, el bisabuelo de Napoleón
Bonaparte, el dramaturgo Molière (los jesuitas habrían ordenado su encierro por
burlarse de la religión en Tartufo) y, lo más improbable, una dama de alcurnia.
Alejandro Dumas aludió al personaje en
la tercera parte de El vizconde de Bragelonne,
y también en su recopilación periodística de Causas Célebres. Pero en realidad, el hombre de la máscara de
hierro es más que un emblema de injusticia. Pues dejar pudrir en la cárcel a
sus enemigos, era para los monarcas algo tan necesario como respirar. The Times Literary Supplement da como
ejemplo El affaire del veneno, en el
cual varios hombres y mujeres de la nobleza, fueron procesados por homicidio y
brujería entre 1679 y 1682. Se estima que 442 personas languidecieron sin
proceso alguno, en un estado de “perpetua” reclusión, muchas de ellas hasta su
muerte. Uno de los cautivos estuvo 54 años en un calabozo.
LA CÁRCEL DE LA MENTE
Es posible que todos los condenados a
la prisión y al olvido en el caso de El
affair del veneno, hayan estado cuerdos. O al menos, al principio. Pero el
giro kafkiano en el caso del señor Hartfield, en la actualidad de 60 años de
edad, es que ha pasado más de 40 años entre rejas sin saber realmente qué ha
ocurrido, o qué ha hecho. Es un minusválido, incapaz de recordar.
El 17 de septiembre de 1976, dice The New York Times, Eunice Lowe, de 55
años, vendedora de boletos de autobús, fue asesinada en el sitio donde
trabajaba, la estación Continental
Trailways, en Bay City, al suroeste de Houston. El homicida le clavó en la
cabeza una piqueta, robó dinero de la caja registradora, y se llevó el carro de
la víctima. Había también evidencias de un ataque sexual tras la muerte.
Hartfield fue apresado cerca del sitio,
y firmó una confesión, de la cual luego renegó. Además, detectives declararon
en tribunales que el sospechoso les informó donde podían encontrar el vehículo
de la señora Lowe. Expertos señalaron que el cociente mental de Hartfield
estaba en los 50 ó 60. Eso lo colocaba en la categoría de deficiente mental.
Los abogados del preso dijeron que su
cliente podía ser fácilmente apremiado
por detectives, e incapaz de entender sus derechos, o su confesión.
Al principio, un jurado lo declaró
culpable, y Hartfield fue condenado a muerte. Posteriormente, un tribunal de
apelaciones anuló el veredicto. En su dictamen, indicó que un potencial miembro
del jurado había sido descartado de manera incorrecta por expresar sus dudas
sobre la pena de muerte, y ordenó un nuevo proceso. Luego de años de disputas
legales, el dictamen de la corte superior fue aprobado en marzo de 1983.
Pero, debido a lo que se llama “a trial error,” un error durante el
juicio, la sentencia nunca fue comunicada al sistema de prisiones. Uno de los
abogados de Hartfield dijo que su cliente creyó que estaba aguardando un nuevo
proceso, pero carecía de la capacidad para entender la demora, o qué hacer.
Durante los 23 años siguientes, la
oficina del fiscal de Distrito donde ocurrió el asesinato, no movió un dedo
para procesar a Hartfield.
Entre 1983 y el 2008, cuando una corte
federal nombró a un nuevo abogado, Hartfield estuvo en un limbo legal. Fue gracias
a un compañero de reclusión que el preso pudo presentar peticiones de un nuevo
juicio en varios tribunales. Algunos rechazaron su petitorio, al menos uno fue
a parar al sitio equivocado, un juez federal dictaminó en su favor, y otro dijo
que el caso debía ser examinado por tribunales estatales.
Recién en el 2013, Hartfield fue
finalmente escuchado. Y allí comenzó otra odisea de Josef K. La Corte de Apelaciones Penales de Texas
informó que si bien la condena y la sentencia de cadena perpetua eran nulas,
también lo eran las mociones. Por lo tanto, había que partir de fojas cero.
El problema era que luego de décadas,
la mayoría de las evidencias habían desaparecido.
La fiscalía de distrito logró apenas
localizar una de las 16 evidencias usadas en el proceso original, indicó el
periódico. Por otra parte, varios de los testigos habían fallecido, y al menos
uno estaba afectado de demencia senil. El arma usada para cometer el asesinato
no pudo ser localizada. Tampoco la sangre o muestras de semen que podrían haber
permitido identificar el ADN del asesino. En cuanto al vehículo de la víctima, fue
imposible de encontrar.
En esa ocasión, el tribunal de primera
instancia dictaminó que el caso podía proseguir.
En el 2015, 38 años después del primer
juicio, el señor Hartfield fue de nuevo
declarado culpable, y condenado a cadena perpetua[i].
Con una diferencia: si la condena era contada desde su primer día en la cárcel,
hubiera sido declarado en libertad bajo palabra muchos años atrás.
En el limbo judicial, en el limbo entre
la inocencia y la culpa, el sospechoso puede salir en libertad. Una de sus dos
hermanas dijo al diario: “No estoy segura si él está enterado del dictamen. Y
dudo que lo entienda con certeza”.
Por su parte David R. Dow, uno de los
abogados del sospechoso, señaló: “Si consideramos esto kafkiano, ninguna otra
cosa puede calificarse de kafkiana. No hay nada que se parezca a esto, ni de
manera remota. Es la tormenta perfecta de todo lo que puede andar mal en el
sistema de justicia penal”.
El hombre de la máscara de hierro, o de
terciopelo, estaba enterado de cuál
había sido su delito. Todo indica que pasó la mayor parte de sus años en
prisión aceptando su suerte, los vericuetos de la ley, la majestad del castigo.
Pero Jerry Hartfield ha pasado casi 40 años de su vida, en una nebulosa,
intentado distinguir entre la libertad y la cárcel, entre el bien y el mal,
entre su adolescencia y su vejez. La máscara es su rostro. Ha quedado atrapado
para siempre en la cárcel de la mente.
[i] En el
2002, la Corte Suprema de Justicia dictaminó que personas mentalmente
discapacitadas no pueden ser ejecutadas.
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