Mario Szichman
Faltaban veinte días para las elecciones municipales en Puerto Wilde y todas las encuestas nos ubicaban en segundo lugar. La Acción Popular oscilaba entre un treinta y dos y un treinta y cuatro coma cinco por ciento del total de votos y nosotros, los de la Unión Vecinal, apenas si podíamos trepar al veintinueve por ciento. Como en Puerto Wilde votan unas ocho mil personas, necesitábamos que se pasaran a nuestras filas unos quinientos electores,
Yo, Jaime Nogaró, era el jefe de la campaña de Unión Vecinal. En la mañana de ese veintinueve de mayo andaba un poco desesperado. Habíamos agotado todos los recursos del poder, y nuestro porcentaje no crecía. La reelección del intendente Ezequiel Rosales era cuestión de vida o muerte. Habíamos reclutado demasiados enemigos. La pérdida de la Intendencia significaba perder a los veintitrés policías del destacamento de Villa Concepción que nos cuidaban las espaldas. Además, era previsible que un nuevo gobierno municipal echase a los jueces y a los empleados del catastro, como preludio a ciertas investigaciones. No es que hubiéramos hecho cosas malas. O por lo menos, no demasiadas cosas malas. Por ejemplo, nadie había robado de manera ostentosa. Pero cuando se empieza a escarbar, siempre algo se encuentra. Y el eslogan de visionario que le habíamos adjudicado al intendente Rosales podía volverse en contra nuestra. Ya algo de eso había insinuado el diario opositor El Sol al decir en un editorial que las profecías de nuestro intendente incluían la compra de terrenos en Las Charquitas exactamente dos meses antes de iniciarse la construcción de un ramal ferroviario entre Villa Concepción y Puerto Wilde. El ramal atravesaba las tierras de Rosales, y las había valorizado antes de tenderse el primer riel.
Y también estaba, la explosión de la fábrica de pirotecnia, el mismo día en que se apareció el fantasma.
El dueño de la fábrica era don Crisóstomo de Luca, presidente del Consejo Municipal. En el incendio había fallecido Gabriela Venanzi y el liquidador de seguros descubrió que la muerta no tenía anhídrido carbónico en los pulmones y que el permiso municipal de la fábrica estaba vencido.
Tuvimos que esperar a las primeras lluvias para votar una partida extraordinaria de socorro a las víctimas de lo inundación. En el ínterin, unas dos semanas, el liquidador de seguros se encargó de informar en los tres bares de Puerto Wilde que si a un cadáver encontrado en un incendio le falta anhídrido carbónico en los pulmones, es porque estaba ya muerto antes del incendio.
Respiramos tranquilos cuando el liquidador de seguros canjeó el veinte por ciento de la partida extraordinaria por un informe caracterizando como accidental el incendio de la fábrica. En cuanto al restante ochenta por ciento de la partida, nos brindó tres puntos más en las encuestas. Las ciento cuarenta familias de Villa Concepción afectadas por las inundaciones estaban muy agradecidas con el subsidio otorgado por el gobierno comunal. La inundación no alcanzó siquiera los dos centímetros de agua, y contribuyó a la mejor cosecha en casi una década.
Pero todos eran paliativos. Lo esencial era ganar la reelección. Y aquel que descubriera alguna manera de hacerlo, tenía el porvenir asegurado. Al menos así lo había prometido el intendente Rosales.
Ese veintinueve de mayo, como lo venía haciendo todas las mañanas de los últimos seis meses, recorrí el pueblo para “presionar la carne”, como dicen los políticos norteamericanos. Salí de la plaza en dirección a la playa y recorrí las ocho cuadras a tranco lento, subiendo y bajando las tarimas de madera de un metro de alto que servían de base a los negocios. Fui por la vereda izquierda y regresé por la derecha. Me detuve en cada negocio un rato largo. Exageré la vitalidad de nuestro partido, prometí el asfalto y la corriente eléctrica en menos de un año, pregunté por la salud de la patrona y de los hijos, y ofrecí cigarrillos y pastillas de goma.
Presentí en la nuca las miradas de los potenciales votantes, el grado de amistad o encono que albergaban sus saludos. Sentí fastidio por esa necesidad de amplificar mi amistad con la gente, amistad que por otra parte era real. Me causaba aprensión su recibimiento que era falso por partida doble. Ellos sabían que yo sólo buscaba sus votos, y yo sabía que ellos sabían eso.
Terminé frente al restaurante de los griegos. En la mesa había una botella de vermut, una de bitter, un sifón, y una bandeja de acrílico veteada de azul con divisiones. Las papas fritas enroscadas se doblaban entre los dientes como hule, los caracoles tenían algunos granos de arena, y los trozos de pescado frito eran del día anterior. Una mala señal. Filipidis, el dueño del restaurant, siempre me reservaba los mejores manjares. Debía pensar que pronto me perdería como cliente.
Y de repente, quizás algo atontado por el segundo vaso del vino Caballero de la Cepa, tuve la tentación de pinchar un pedazo de pescado con un escarbadientes y trazar en el aire un cuadrado para encerrar el edificio del hotel Escorial. Filipidis me miró con desconcierto. Yo lo miré y sonreí. Y por alguna razón, me vino la inspiración. A medida que imaginaba variantes, el plan se iba enriqueciendo. Hay planes que empiezan a fallar apenas se les aprieta las clavijas, pero éste resistía todas las pruebas y cualquier idea nueva servía para simplificarlo.
Todo el malestar se fue escurriendo por la garganta como un llavero por un bolsillo roto. Pedí que me trajeran el menú. En ese momento vi caminar por la vereda de enfrente al abogado Reimundes, el director de “El Sol”, un tipo amargado que se aprovechaba de los lentes bifocales para mirar can desprecio las manos de sus interlocutores. Lo invité a mi mesa. Las venitas rojas en la nariz de Reimundes hacían presumir que era un excelente bebedor. Pedí otra botella de Caballero de la Cepa. Obligué al vino a soltarme le lengua. Comencé a hacer pronósticos sobre nuestra inevitable derrota.
Reimundes estaba tan sorprendido que bajó la guardia y se quitó los lentes antes de disminuir los votos probables de nuestros rivales. Quería ser ecuánime, aunque su campaña de “saneamiento político” estaba dirigida exclusivamente contra nuestro partido.
Llegó un momento en que había tres botellas de Caballero de las Cepas sobre la mesa y nos peleábamos para ver quién era más condescendiente al opinar sobre el adversario.
Al final hice como que escribía en el aire con la mano derecha para avisarle a Filipidis que anotara el almuerzo en mi cuenta. Filipidis tuvo un gesto que me llamó la atención. Colocó en una fuente un trozo de Balaclava.
–Acabo de sacarlo del horno– me dijo.
Bastante mareado por el vino y desconcertado por la gentileza del griego, me puse los lentes oscuros y enfilé hacia el local del partido. Caminé más erecto que de costumbre.
Adentro estaba vacío. Me senté en mi escritorio, trencé les manos y dejé que sostuvieran la barbilla. “A ver”, pensé, “tenemos tres datos. Uno, o primero y principal: el hotel”. Era una gigantesca mole de una cuadra de largo con trescientas veinte habitaciones. Nunca había sido puesto en funcionamiento. Construirlo en Puerto Wilde carecía de todo sentido. El hotel parecía pensado por un idiota que imaginaba poder convocar la misma gente que iba a Mar del Plata, solamente porque instalaba un edificio del tamaño del hotel Provincial. “Segundo: tenemos la historia del fantasma”. La única leyenda del pueblo. Pese a lo reciente del caso, los habitantes se habían encargado de envejecer la historia espolvoreándola con ese humo bajo de incensario que emplean en las películas de terror. Y por último, estaba la curiosidad de la gente de Puerto Wilde. Nadie querría perderse el retorno del fantasma.
Saqué una hoja membretada del cajón central del escritorio y fui diagramando el plan. Después me entretuve haciendo filigranas en la hoja hasta que vino Atanasio Wilde, nuestro apoderado.
— ¿Y qué tal ese ánimo? ¿Tan caído como siempre? —me saludó.
— ¿Dónde estabas la vez que se apareció el fantasma? – le pregunté.
Atanasio despegó el traste de la silla, y apoyando sus manos en el escritorio fue olfateando el ambiente,
—Esnif, esnif, aquí se huele a bebidas alcohólicas. No sé si de alta graduación.
–Acepto la excesiva ingestión etílica– reconocí. –Pero fue para celebrar una idea que puede salvarnos la vida.
– Y tiene que ver con el fantasma.
–Sí. ¿Dónde estabas cuando se apareció el fantasma?
Atanasio había estado en el mangrullo. Junto al restaurant de los griegos. El mejor atalaya del pueblo.
–Y viste a la hija de De Luca.
–La vi cuando salía corriendo del Escorial. También vi cuando se empezaba a incendiar la fábrica. Lástima no haber tenido una cámara para filmarlo.
– ¿Será cierto lo del fantasma?
–La chica parece centrada.
–Una chica que ve a un fantasma no puede estar muy centrada.
–Tendrías que hablar con ella.
– Ya hablé con ella. Demasiado.
–Sí, hay amores que matan.
– ¿Qué pasaría si retorna el fantasma?
– Yo pensaría que hay gato encerrado.
– ¿Te quedarías en tu casa?
– Me estaría peleando con todo el pueblo para estar en primera fila.
– ¿Sabes guardar un secreto?
– Viejo, si no supiera, ya todos estaríamos entre rejas.
– Bueno, un ratoncito me contó que el fantasma piensa retornar.
Al rato apareció nuestro intendente con cara larga y tristona. Otra vez tuvimos que hacer la comedia de festejarle los chistes con que matizaba las conversaciones sobre la campaña electoral. Ese día Rosales estaba más deprimido que nunca. Cuando nos quedamos solos, comenzó con sus reproches.
—No te gustaron mis chistes– me dijo. –Te reíste por lástima.
–Le juro que no, Rosales.
–Antes festejabas mejor mis chistes.
–Son muy buenos. Créame.
–El del marinero tartamudo. Ese chiste es una joya. “Prefiero que el bote zozobre a que fa-falte”. Eso de zozobrar y de so–sobrar es una pegada. Juega con el sonido parecido de las dos palabras.
–Son los chistes más difíciles de apreciar porque apelan a nuestro intelecto.
–Coincido totalmente contigo. Tú sabes que me gustan los chistes refinados. La grosería está al alcance de cualquiera.
Le dije al intendente que la gente de Villa Concepción estaba muy agradecida por el subsidio.
–Es la primera buena noticia que escucho hoy– me dijo
Me dirigí a la relojería de Venanzi.
Al principio, no quiso aceptar mi oferta. Descolgó un cuadro de la pared y me lo mostró. Aparecía en una foto usando gorra de visera, tenía las mejillas pintadas con redondeles negros y las comisuras de los labios marcadas violentamente con un pincel. Era de su época en que era actor cómico. En la foto ofrecía una cadena al gran cómico argentino Luis Arata.
– ¿Te parece que puedo olvidarme de esto? – preguntó. Tampoco podía olvidarse de su hija muerta. Luego me señaló una foto que tenía en su mesa de trabajo, aplastada por un vidrio. Vi la foto del revés, pero la conocía de memoria. Era el retrato de una nena gorda con dientes separados y peinada con raya al medio. La nena apretaba un conejo de trapo con el brazo derecho. Era el único recuerdo de la muerta. De Venanzi se aferraba a esa foto como su hija se había aferrado al conejo. Esa imagen de la perfecta inocencia le taponaba las orejas para eludir los chismes y los chistes verdes que circulaban sobre la hija cuando se hizo señorita.
– ¿Qué hubiera dicho ella de esto? ¿Cómo puedo ofenderla con ese disfraz?
Apenas se hizo el dramático pensé que se abría una posibilidad. La relojería iba de mal en peor y en cualquier momento tendría que cerrar. Le firmé dos pagarés que lo librarían de solventar el alquiler del local durante seis meses, y aceptó.
La última semana de campaña recorrí las casas de nuestros afiliadas y les pedí que fueran a votar apenas abrieran las mesas.
–Eso me lo enseñaron en el cuartel– les decía a nuestros afiliados. –Cuando se trata de cosas inútiles, hay que hacerlas muy temprano.
Jaske el rematador contrató a una troupe de luchadores que debutaría el domingo en la tarde. El intendente consiguió por su parte que el horario de votación fuera de cuatro de la tarde a ocho de la noche.
De las cuatro a las cinco de la tarde del domingo, la mayoría de nuestros afiliados depositaron su voto. Hice una recorrida por las mesas. Los fiscales se quejaban por el pequeño porcentaje de electores.
—Hasta que no termine la lucha libre, esto va a andar muy tranquilo– les decía.
– Los apurones van a ser después de las seis y media.
Terminé de chequear la última mesa que habían montado en un garaje y me fui al club. Alcancé a ver la lucha entre el comisario Bill y el cacique Ojo de Águila. El comisario usaba un antifaz como el del Llanero Solitario y luchaba con el sombrero puesta. Ojo de Águila tenía la cabeza rapada. Una coleta emergía de su coronilla. Ya había peleado previamente como Fu–Kien, el mandarín chino. Estaba disfrazado con una bata de baño con caracteres chinos que simulaba un quimono y el antifaz que usaba ahora el comisario Bill. Gracias a los antifaces y caretas, me explicó Jaske, una troupe de seis personas podía organizar un espectáculo de diez peleas.
En el momento en que Ojo de Águila le hacía al comisario Bill un piquete de ojos y gesticulaba su maldad mirando como un demente a los espectadores que lo insultaban, hubo una aglomeración frente a la salida y un movimiento nervioso que abrió un surco hasta las primeras filas de la platea.
–Otra vez apareció el fantasma —me gritó Wilde ahuecando la voz entre las manos. Las conversaciones empezaron a subir de volumen, y la maldad de Ojo de Águila fue languideciendo, hasta que alineó las manos a la altura de las caderas y se quedó contemplando el desbande de la gente.
Frente al hotel Escorial, había una multitud. El fantasma podía congregar más espectadores que muchos actos públicos.
—Está adentro– me dijo la hija de De Luca. Ella había presenciado la primera incursión del fantasma, la noche en que la chica Venanzi murió en la fábrica de pirotecnia.
La joven tenía los ojos brillantes y una risita de resignación, la misma cara que debía ponerles a los muchachos del pueblo cuando le ofrecían ir a charlar a un lugar “Qué sé yo, más tranquilo”.
– ¿Es el mismo fantasma de la otra vez? – le pregunté.
— No, este fantasma tiene cara conocida–. Le apreté el brazo con la mano derecha y la llevé para el lado de la playa.
— ¿No puedes callarte? —Le pregunté.
— Vi bastantes cosas feas, pero esta le gana a todas– me dijo.
— Por favor, esto es cuestión de vida o muerte.
— Tampoco es cuestión de ponerse dramático. ¿Qué pasó, te contagió Venanzi?
— ¿Por qué no te vas a dar una vuelta y vuelves después de las ocho?
– A los tipos hay que conocerlos cuando están con la soga al cuello. Cuando están encima tuyo, todos se parecen a Sandokan.
– Mientras las cosas funcionan, funcionan. Lo nuestro se acabó.
– Estás verde de miedo.
— No pienso llevarte la corriente. Podemos hablar mañana. —Se mc acercó, me pellizcó con rabia en la tetilla izquierdo y se fue.
Imaginé que veía todo rojo, pensé que tenía delante de mí una pared de ladrillos. Dejé que el dolor se evaporara por las sienes, y volví para el hotel. Como el rumor había salido de seis personas al mismo tiempo, cada uno preguntaba al de al lado por el fantasma. Todo amenazaba con diluirse. Una vez la multitud se dispersara, muchos se irían a votar, la mayoría por la Acción Popular.
Y de repente, se hizo la luz. O mejor dicho, el relámpago. Mientras el cielo se oscurecía junto con los edificios y los contornos del hotel empezaban a ser más imaginados que vistos, un fogonazo se encendió en el tercer piso. Fue como si alguien hubiera hecho shhh colocándose un dedo delante de la boca. Primero se apagaron las conversaciones y después, varios corearon: “¡Ahí!” Me imaginé que estaban apuntando a algún lugar con la mano.
Unos dos minutos después, otro fogonazo se encendió en el cuarto piso. A través de uno de los ventanales se pudo ver una tela flotando. Muchos retornaron al lugar del Escorial. La mayoría se colocó en la vereda de enfrente, donde podía ver mejor.
Revisé el reloj con disimulo. Eran las siete y quince. Cuarenta y cinco minutos más con esa muchedumbre frente al hotel, y sería posible ganar las elecciones.
Cuando volví a mirar el reloj eran las siete y veinticinco, y Rosales, el intendente, estaba temblando a mi lado.
—Está bien, me embromaste–reconoció– pero te voy a reventar. Como que hay Dios que te voy a reventar.
—Oiga Rosales, ¿qué le pasa? –Le pregunté. Empecé a asustarme.
—Te voy a reventar– insistió. –Como que hay Dios.
Rosales pidió permiso a los policías que estorbaban la entrada al hotel y entró por la puerta principal, Al rato reapareció en el balcón del primer piso arrastrando de la mano al viejo Verianzi. El viejo había usado las técnicas de maquillaje de la vieja escuela, cuando el ídolo del sainete era Florencio Parravicini. Había grandes manchas de lápiz labial en las mejillas. Las comisuras y las cejas estaban pintadas con corcho quemado. Lo cubría una sábana tornasolada con pintura.
Rosales se puso frente al viejo como para retarlo, y de repente se arrodilló, y dijo:
– Perdóneme, Venanzi. Perdóneme por lo que le hice a su hija.
– Yo no quería hacer esto… – dijo Venanzi. Soplaba viento y nadie pudo oír las palabras siguientes.
–Más fuerte– gritaron desde la calle.
–Yo no quería hacer esto. Yo no quería entrar en esta farsa– gritó Venanzi mientras miraba a nuestro intendente. –Yo no quería hacer esto– repitió, dirigiéndose al público. –Nogaró fue el que me obligó.
–Ese señor está loco– grité a los que me apretujaban contra una verja de hierro, cerca de la entrada al hotel.
–Perdóneme Venanzi – gritó Rosales, también dirigiéndose hacia nosotros. –Yo la quería mucho a su hija. Me enloquecí. Créame, Venanzi, me enloquecí.
Y entonces confesó.
Rosales dijo que había matado a la hija de Venanzi. Se había citado con la chica en el hotel, como lo hacían desde enero, y ella le dijo que se había enamorado de Wilde, nuestro apoderado, y que lo pensaba abandonar.
–Me enloquecí– volvió a gritar Rosales al público. –Por esa la maté.
Cuando iba a sacar el cadáver de la chica, se apareció la hija de De Luca, que también esperaba a alguien en el hotel. Así que el intendente aulló como un lobo, y agitó su campera. La muchacha huyó, y Rosales llevó el cadáver a la fábrica de pirotecnia, prendiéndole fuego.
–Haga de mí lo que quiera, don Venanzi– dijo finalmente Rosales abriendo los brazos en cruz. Venanzi lo tomó de uno de los brazos, y se alejaron del balcón. Los dos reaparecieron en la azotea.
–Don Venanzi quiere que me suicide– anunció Rosales a los espectadores. – Lo que hice no tiene perdón de Dios– y se lanzó a la calle.
Entre el viento y las interrupciones del público a Venanzi, y el pedido de repeticiones, pasó la hora de cierre de las mesas electorales.
Al día siguiente, de madrugada, subí al tren que me llevaría a Bahía Blanca. El diario El Sol dedicó la mitad de la primera plana a reseñar el suicidio de Rosales. En su editorial, Reimundes, su director, decía que “la tragedia que había estremecido a Puerto Wilde redacta, con indelebles titulares, el certificado de defunción de todo un estilo de hacer política en nuestra progresista localidad”. En la última página, en tipografía tamaño ocho, casi imposible de descifrar se anunciaba el triunfo de nuestro partido, la Unión Vecinal, sobre la Acción Popular, por 432 votos contra 241. Había seis votos impugnados, y dos en blanco.
(La primera versión de este relato fue publicada en la revista Crisis de Buenos Aires, dirigida por Eduardo Galeano, en febrero de 1974).
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