Mario Szichman
El innominado detective de Red
Harvest (Cosecha Roja), la novela de Dashiell Hammett, designaba como “Poisonville”,
ciudad venenosa, al lugar donde iba a desfacer entuertos, aunque su verdadero
nombre era mucho más neutral: Personville.
La primera vez que hacía una recorrida por la ciudad, el detective
descubría que uno de sus policías necesitaba una buena afeitada, el segundo
tenía desabrochados dos botones de su raído uniforme, y el tercero dirigía el
tráfico con un cigarro encendido en un costado de la boca. “Luego de eso”,
decía el detective, “dejé de contemplarlos”.
De las novelas de Hammett me gustan más Red
Harvest y The Glass Key (La llave de cristal) que El halcón maltés, su texto más famoso. Es la novela más recordada
de Hammett gracias a la interpretación que hizo Humphrey Bogart de su
protagonista, Sam Spade. Nunca entendí su ostensible comienzo. Hammett siempre permitía
que la narración, y especialmente el diálogo, dibujaran el rostro y los gestos
del personaje. ¿Qué sabemos del detective sin nombre de Red Harvest? Que es brillante en sus diálogos. ¿Y de los
protagonistas de The Glass Key?
Básicamente, que un jugador y racketeer Ned
Beaumont, siente una gran devoción, casi homoerótica, por su jefe, un corrupto
político llamado Paul Madvig, y se propone investigar el asesinato del hijo de
un senador en un intento por frenar una guerra entre pandillas.
En ambos casos, no interesa el aspecto de los personajes. Cada lector puede
asignarles el rostro o los manierismos que se le antoje. Eso es imposible en El halcón maltés. Hammett le impone a
Spade un rostro, y algunos gestos. He aquí el comienzo de la novela: “La
mandíbula de Samuel Spade era prolongada y huesuda, su mentón formaba una sobresaliente
´V´ bajo la ´V´ más flexible de su boca.
Sus orificios nasales se curvaban para formar otra ´V´ más pequeña... Parecía
un solícito satán rubio”.
Hammett, sin duda alguna, era un maestro. Es posible que pensara en sus
novelas como un anticipo de su transferencia al cine, algo que hizo con mucho
éxito. Y esa descripción del rostro de Sam Spade no parece dirigida al lector,
sino al director de un filme, o a sus guionistas. Por supuesto, el intento
falló. Humphrey Bogart no era un satán rubio. No había ´Ves´destacadas en su
semblante. Existe otra posibilidad: tal vez Hammett quiso exhibir a través de
Sam Spade una persona que contrastara con los huidizos personajes de sus
previas obras, y alejarse, además, de sus incómodos comienzos.
La profesión inicial de Hammett fue la de detective en la Pinkerton National Detective Agency. Si
bien Pinkerton diseñó su fama cuando anunció haber desmantelado un complot para
asesinar al presidente electo Abraham Lincoln, en febrero de 1861, en
Baltimore, su tarea principal fue romper huelgas y perseguir a sindicalistas
entre fines del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. Muchos
empresarios e industriales contrataron a Pinkerton para infiltrar sindicatos,
proveer guardias de seguridad, e intimidar a trabajadores. Y uno de los más
brillantes, e implacables operativos de Pinkerton, fue justamente Hammett.
En un excelente artículo en The Times
Literary Supplement, Oliver Harris analiza varios libros sobre el private eye en la ficción y en la
realidad, y dice que Hammett alcanzó en Pinkerton “una envidiable reputación
como rompehuelgas y encargado de vigilar” a sindicalistas”. Ya en su primera
novela, Red Harvest (1929), se
destacaba “su excepcional riqueza de detalles en la presentación de conflictos
laborales y corrupción local en Poisonville”.
Y con buenas razones. El novelista participó en la lucha contra un sindicato de
mineros que declaró una huelga en 1920. Hammett basó el plot de Red Harvest en esa huelga. En cuanto a El halcón maltés, muestra la experiencia
de Hammett en materia de corrupción política, violencia en el sector
industrial, y la rutina cotidiana de un agente.
Uno de los libros comentados por Harris es The Lost Detective, de Nathan Ward. Se concentra en los primeros
años de la vida adulta de Hammett, cuando el narrador emergió de la crisálida
de la tarea detectivesca y se dedicó al oficio de escritor. Hammett empezó en
Pinkerton muy joven, en 1915, a los 21 años de edad. Abandonó la agencia en
1922, a los 28 años, cuando publicó su primera novela. Ya para ese momento,
nada más podía aprender en materia de investigación.
En ese lapso, dice Harris, “Pinkerton le brindó el conocimiento de calle
necesario para destacarse entre varios competidores menos creíbles”. Y algo más, que pocos han tomado en cuenta:
un estilo de narrar.
En Franz Kafka. The Office Writings
(editado por Stanley Corngold, Jack Greenberg y Benno Wagner), se esboza la
tesis de que, lejos de desdeñar y odiar sus tareas profesionales, Kafka se
nutrió de ellas. Sin esas labores, tal vez hubiera existido Franz Kafka el
escritor, pero no el Kafka que conocemos, ni el término “kafkiano”. El autor de
La metamorfosis no parece haber sido
un escritor atormentado, sino el amanuense de un importante funcionario de una
aseguradora de Praga. La compilación de estos trabajos de oficina
—disertaciones, petitorios, reportes— es en sí misma kafkiana porque la
burocracia moderna es kafkiana. Un artículo del abogado Franz Kafka titulado “Medidas
para evitar accidentes de trabajo en máquinas de aserrar madera” fue
aprovechado por el escritor Franz Kafka para redactar uno de sus mejores
relatos: “En la colonia penitenciaria”. El estilo impersonal que muestra el
escritor en sus mejores creaciones es una transcripción fiel de sus textos
burocráticos. “El Instituto presenta con todo respeto las siguientes conjeturas
sobre las actividades delineadas en el informe del año pasado en relación a la
introducción de ejes de seguridad cilíndricos y con respecto al equipamiento de
ejes cuadrados con solapas metálicas en máquinas aserradoras de madera”, dice
el primer párrafo del texto. ¿Cuántas de esas introducciones formales no
preceden a cuentos como La construcción
de la Muralla China, o el Informe
para una academia, o Un artista del
hambre?
Revisando esos trabajos que Franz Kafka escribió en sus horas de oficina,
aflora de inmediato la veta kafkiana. Cualquiera de ellos, con apenas una breve
edición, parecen escritos no por el abogado Kafka, sino por su demonio. Y como
el genio parece ser la concreción de muchas faenas previamente a medio hacer,
podemos presumir que Kafka no fue el único que usó ese estilo kafkiano, sino
quien logró darle una mejor manufactura. Borges no estaba descaminado al decir
que Kafka había engendrado textos previos, legalizado esos precedentes.
Del mismo modo en que la escritura de Kafka es, en parte, resultado de su
trabajo en una aseguradora, Pinkerton no
solo dio a Hammett los conocimientos “de calle” para concretar su tarea, también
lo entrenó en su escritura. “Los informes para los clientes tenían que
satisfacer las expectativas de laconismo y ´objetividad´ alejada de lo
sensiblero”, dice Harris. El novelista abandonó el colegio cuando tenía catorce
años de edad. Su verdadera escuela fue la redacción de esos informes. Y al
parecer, se sentía orgulloso de su destreza en la escritura, pues su reputación
creció en base a esos resúmenes.
Ward, el autor de The Lost Detective,
compara los comienzos de Hammett con los de Ernest Hemingway, señalando la
influencia que tuvo el periódico The
Kansas City Star en su formación.
No hay nada como el periodismo para aprender a escribir y, especialmente, a
ejercitarse en la tarea observando al resto de los seres humanos y sus curiosos
avatares personales. Un jefe de redacción arrojará a la basura toda crónica
donde se sospeche la mínima intromisión del periodista en el episodio. (Es también, un ejercicio en humildad).
Raymond Chandler no fue periodista ni empleado en una aseguradora, pero tuvo
también un background que le permitió
escribir prodigiosas novelas policiales. Como alto ejecutivo de una empresa
petrolera, debió escribir informes escuetos, precisos, carentes de todo
sentimentalismo. Y cuando en El simple
arte de matar, mencionó a Hammett, lo ubicó junto al poeta Walt Whitman en
la persistente lucha librada contra el artificio. Dijo que ambos habían
participado en una “revolucionaria demolición, tanto del lenguaje como del
material de ficción”.
LA
TRANSFIGURACIÓN DE HAMMETT
Una anécdota que Hammett solía repetir a sus familiares era que en cierta
ocasión, mientras trabajaba para Pinkerton, le ofrecieron cinco mil dólares por
asesinar a un agitador izquierdista. La escindida personalidad de Hammett, la
misma que luego asignó a sus detectives, especialmente a Sam Spade, se
enorgullecía de haber sido considerado apto para cometer un homicidio. Al mismo
tiempo, se sentía avergonzado y culpable. ¿Tan bajo había caído? En vez de fusionar
esa contradicción, la transformó en uno de los elementos de sus novelas.
En cuanto a su vida personal, el vuelco fue drástico. Hammett abandonó
Pinkerton, y además de ponerse a escribir, se hizo comunista. John Walton
señala en The Legendary Detective que
esa combinación de amoralidad en la lucha por la vida, y el anhelo de justicia,
crearon al moderno Private Investigator,
un caballero andante en constante búsqueda de expiación.
Doctor Jekyll and Mr. Hyde es una
divisoria de aguas, porque después de la narración de Robert Louis Stevenson es
muy difícil separar el bien del mal de un personaje. Quien mejor pueda trabajar
la ambigüedad de la naturaleza humana, creará personajes más perdurables.
Hammett dio al Private Investigator
indelebles atributos gracias a sus comienzos como detective. En muchas
ocasiones, es un ídolo con pies de barro. Ese perdurable cinismo, fraguado en
diálogos perfectos, es una coraza que suele encubrir un pasado deshonesto.
Inclusive el hecho de que Hammett haya permitido a su héroe transformarse de
anónimo agente en un ser con nombre, apellido y un rostro demasiado explícito,
es otra coraza más. Las partes entre un agente rompehuelgas, que consigue buena
parte de su información gracias a delatores, y un detective privado que se
enfrenta solo a los presuntos defensores y violadores de la ley, nunca logran fusionarse.
Spade trata de evitar toda complicidad en una sociedad donde nadie se salva
de la corrupción. Superman, Batman, son
seres de una pieza, convencidos de la diferencia entre el bien y el mal. La
mayoría de los detectives del noir, se
ven obligados a defender sus valores en un mundo sin valores. En ocasiones,
necesitan aprender cuales son los valores que es inevitable defender. La única
coartada que les queda es defender su honor.
Ni siquiera las damiselas en desgracia, como ese incomparable monstruo
de codicia y de seducción que es Brigid O’Shaughnessy, merecen ser rescatadas
de la silla eléctrica. La indiferencia de Sam Spade ante la suerte de la mujer,
es el clímax de un género que sólo encontró el esplendor identificando las
fallas de un ídolo caído.
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