Mario Szichman
Siempre necesitamos que una autoridad nos autorice, y eso incluye también
el territorio de la lectura.
Es suficiente que alguien se desviva en elogios por un texto y me sugiera
(o me ordene) que es imprescindible leerlo para que me niegue a leerlo. No solo
me ha ocurrido con novelas contemporáneas, que en un 90 por ciento son
deleznables, sino con grandes clásicos como Los
Miserables, cuya lectura sigue siendo para mí una tortura. En fecha
reciente compré una nueva edición de Los
Miserables en libro electrónico. Es una edición abridged, resumida. Y el benévolo editor explica por qué han sido
extirpados capítulos y partes enteras. Tal vez en esta ocasión tenga suerte, y
pueda finalmente leer la obra maestra.
No me atemorizan los textos que superan las mil páginas. Leí La guerra y la paz, en más de una
ocasión, y me devoré A la búsqueda del
tiempo perdido. Demoré exactamente un año en leer esa novela, entre 1979 y
1980. Y vuelvo asiduamente a ella. No sé si Bertolt Brecht o Walter Benjamin
señalaban que la novela de Proust era una especie de umbral para el narrador.
No se podía seguir escribiendo de la misma manera tras leerla. Vladimir Nabokov
decía que era como un prolongado cuento de hadas. Una actriz de Hollywood, muy
bella, muy inteligente, asegura que necesita releerla al menos una vez cada dos
años, y sospecho que ella no requiere otra lectura en su vida. (Creo que el
otro umbral fue diseñado por William Faulkner. Como en el caso de Proust, hay
un antes y un después para los narradores. Nadie que haya leído a Faulkner
puede escribir ignorando su prosa y sus personajes).
Recién pude leer Don Quijote
cuando descubrí una edición de bolsillo de Aguilar, una joya de encuadernación,
con páginas de papel cebolla y un aparato crítico ameno y enormemente
instructivo. El problema con el Quijote es que han pasado 400 años desde su
publicación, y en ese período, el castellano ha evolucionado no solo en España
sino en el mundo hispanohablante. Cervantes habla de fermosura, y nosotros de
hermosura. ¿Quién sabe en la actualidad en qué consiste una comida llamada
“duelos y quebrantos”? (Es un revuelto de huevos con torreznos o tocino frito).
¿Cuántos lectores están enterados de la rivalidad entre Cervantes y Lope de Vega que anima muchas páginas de Don Quijote? El incidente en que Rocinante
trata de enamorar a una yegua y unos labriegos lo muelen a palos le ocurrió en
realidad a Lope de Vega, cuando intentó seducir a una dama y fue agredido, al
parecer, por el marido y algunos amigos del marido.
Faltando el contexto, y abundando el idioma cervantino en refranes que
también han caído en desuso, un lector desprevenido muy difícilmente avance más
allá de la segunda página. Pero si cuenta con un buen aparato crítico, como la
edición de Aguilar antes mencionada, logrará disfrutar enormemente de la mejor
novela cómica de todos los tiempos. Y si menciono el caso de Don Quijote es porque
hace una década, en el 2005, al celebrarse el cuatricentenario de la
publicación de la primera parte de la novela, varios gobiernos de América
Latina, entre ellos el de Venezuela, publicaron la novela en ediciones baratas,
o simplemente la regalaron. No sé a dónde fueron a parar esos centenares de
miles de ejemplares impresos en letra diminuta, pero dudo que hayan conseguido
muchos lectores. Sospecho que la intención de esos gobiernos no era difundir a
Cervantes sino exaltar su propia munificencia. Despilfarraron un montón de
dinero y nada consiguieron.
No es así como se promueve la lectura. En realidad, hubiera sido más
provechoso que cada uno de esos gobiernos hubiera lanzado un ukase prohibiendo
la lectura de Don Quijote. En esa
cuasi secuela de la novela de Cervantes titulada El buen soldado Schweik, su autor, el checo Jaroslav Hasek, narra
cómo soldados analfabetos deciden aprender a leer apenas sus jefes prohíben la
circulación de periódicos porque en ellos se denuncia los maltratos que la
oficialidad comete contra sus subalternos.
Aprender a leer es toda una técnica, y sin su aprendizaje, la lectura es
una continua frustración. No existe un lector más exigente que un niño. Si un
niño no encuentra placer en la lectura, abandona el libro. Los libros
infantiles perduran mucho más que los libros para adultos, aunque sea en
versiones abreviadas. Excepto por La isla
del tesoro, o por las novelas de Emilio Salgari, los libros infantiles
necesitan de atajos. No todo es interesante en Robinson Crusoe o en Los
viajes de Gulliver, y en el segundo caso, hay tanta escatología y una
visión tan pesimista del mundo, que los mayores suelen eliminar muchas páginas
cuando se trata de recontar las aventuras de Lemuel Gulliver a los menores de
edad.
El niño es mucho más cruel que un adulto a la hora de juzgar una historia.
Prefiere la verdad a los buenos modales, y suele amar personajes que pueden ser
sanguinarios con sus enemigos y gentiles con las damas, como es el caso del
pirata Sandokan.
Pero ante todo, el niño necesita ser absorbido por la historia, vivir,
durante algunas horas o días, en otro mundo paralelo, más temible, y más
encantado, repleto de peligros y de seres interesantes donde siempre, al final,
triunfa la justicia.
Cuando nos volvemos adultos autorizamos a algunos escritores a narrar
finales desdichados. Al parecer, algunos creen que ese tipo de final es
superior al feliz. Como señala Ansel Dibell en su extraordinario libro Plot, un "final feliz"
consiste en aquel que "satisface", inclusive si "termina con
virtualmente todos los personajes muertos en el suelo, como en Hamlet".
Los atributos de un final feliz "consisten en algo adecuado (los
personajes parecen haber conseguido el final que se proponían a raíz de las acciones
adoptadas en el transcurso de la novela, para bien o para mal) y definitorio
(la resolución de la historia es clara, apropiada y decisiva. Se ha llegado a
una conclusión)". En general, la mayoría de los finales terminan con una
nota optimista. Nadie tiene ganas de leer una novela policial donde el asesino
no termina siendo identificado y capturado, los amantes nunca vuelven a
reunirse, o el niño secuestrado jamás retorna al hogar.
Algunos escritores suponen que un final desdichado es superior al final
feliz, pues toda vida concluye en la muerte,
todo joven, con suerte, se convierte en un viejo no muy seductor, y
nuestra residencia temporal es un valle de lágrimas. Pero la literatura no ha
sido inventada para multiplicar nuestras tribulaciones sino para escapar de
ellas. Y si bien eso suena a escapismo ¿qué tiene de malo el escapismo?
Recuerdo una aterradora película polaca, Kanal.
Era la historia de un grupo de combatientes de la resistencia antinazi que
intentaban huir por las cloacas de Varsovia. Todos iban muriendo por el camino.
Finalmente, el protagonista encontraba una vía de escape. El espectador
empezaba a respirar más confiado. Y cuando creía que el personaje podría
emerger del túnel hacia la libertad, descubría que la única salida estaba sellada
con barrotes.
El cineasta francés Jean Pierre Melville hizo también un filme sobre la
resistencia antinazi, protagonizada por Lino Ventura y Simone Signoret. Las
peripecias también eran horribles. El personaje que interpretaba a Simone
Signoret terminaba delatando a sus compañeros, y era ajusticiada. Lino Ventura,
junto con otros compañeros, era encerrado en una prisión, y a todos ellos les
daban la oportunidad de salir corriendo del lugar. Sus captores, armados con
ametralladoras, prometían empezar a disparar luego de que los prisioneros lograran
algunos metros de ventaja. Nadie se salvaba. Y sin embargo, era una película
optimista, porque se adecuaba, como señala Dibell, al resto de la trama. Los
personajes alcanzaban un final heroico que habían buscado a raíz de las
acciones adoptadas en el transcurso del film, y la resolución de la historia
era clara, apropiada y decisiva. Eso no ocurría en Kanal. Se le hacía una trampa al espectador ofreciéndole la ilusión
de que el protagonista lograría huir, aunque finalmente concluía entre barrotes
a escasos metros de la libertad.
Como dice Dibell, "la melancolía no es intrínsecamente más honesta,
valiente, o de mayor respetabilidad intelectual que la alegría. Solo se hace
creíble en el contexto de una historia en particular. La desesperación puede
ser tan trillada y banal como la felicidad".
Decía al principio que siempre necesitamos una autoridad nos autorice. Montaigne,
no precisamente el más inculto de los autores, decía en uno de sus ensayos que
nunca leía por obligación, sino por puro placer. “Si estoy leyendo y tropiezo
con puntos difíciles, no me molesto en continuar la lectura. Si persisto, lo
único que gano es perder el tiempo y mi propio yo. Si no lo veo en la primera
lectura, menos lo podré observar más adelante. Cuando un libro me parece
tedioso, lo abandono y tomo otro”.
Montaigne me autoriza a abandonar libros tediosos. Inclusive algunos
extraordinarios libros se convierten en tediosos a poco o mucho de andar. Ferdydurke, la novela de Witold
Gombrowicz, tiene una primera parte extraordinaria. El resto es aburrido, un
añadido que poco agrega a ese deslumbrante comienzo. Por lo tanto, se puede
leer la primera parte, y dejar el resto a los críticos. El tambor de hojalata es otra portentosa novela, pero hacia la
mitad, muere la madre de Oskar, el diminuto protagonista, y ahí se derrumba
toda la estantería. Tal vez no para otros, pero sí para mí.
Existe en sectores de la cultura moderna una necesidad de sufrir, pero la
vida es demasiado corta para sufrirla leyendo libros insufribles. Hay que tener
el coraje, y la autoridad moral de Montaigne para decir “Cuando un libro me
parece tedioso, lo abandono y tomo otro”, sin dejarse avasallar por aquellos
que persisten en convertir nuestra vida en un calvario.
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