Mario Szichman
En fecha reciente leí una novela bastante interesante. Es la historia de un
pintor cubano que vive en Estocolmo, empieza a ser conocido, se enamora de una
muchacha sueca, y decide pintarla. Hay también una intriga semipolicial. El
pintor tiene un colega, un peruano, que se muestra muy interesado en un collar que
posee la madre de su amiga. El collar parece ser una copia de un famoso
artefacto arqueológico que un día desapareció de un museo. En esa instancia, la
novela recuerda un poco la trama de El
halcón maltés, de Dashiell Hammett
sobre un grupo de personas ansiosas por arrebatarse mutuamente una estatuilla
que vale su peso en oro. Luego viene la ruptura entre el pintor y su amante, y
una tentativa relación amorosa con dos amigas. El final anticipa un ménage à trois.
El autor tiene mucho talento. Sabe describir situaciones, crear suspenso, y
refleja bastante bien el ambiente artístico de Estocolmo, así como sus
relaciones familiares y amorosas. Los diálogos son creíbles, y las motivaciones
de sus personajes plausibles. Pero hay algo que falta: obsesión.
Creo que si el protagonista de una novela es un pintor, necesita vivir
obsesionado con la pintura, su cuerpo debe tener como único propósito pintar. William Sloane, autor de The
Craft of Writing fue uno de los grandes editores neoyorquinos de
mediados de la década pasada. Gran parte de sus conocimientos los volcó en la
enseñanza a escritores en ciernes, oficio que practicó durante cuatro décadas.
Además, escribió dos excelentes novelas de suspenso, To Walk the Night (1937) y Edge
of Running Water (1939). Los consejos que prodigaba Sloane también los
usaba de manera provechosa en su ficción.
Sloane decía que cuando un escritor elegía un enfoque narrativo, debía
ceñirse a sus parámetros, y no abandonarlos jamás. “Su elección debe ser
consciente y precisa, elaborada escena por escena, capítulo por capítulo, o
libro por libro”. Por lo tanto, “requiere moldear toda su narración en los
términos fijados por esa decisión”. Si el autor ignoraba esa premisa “ignoraba
al lector”. Eso implica que el escritor debe ponerse una camisa de fuerza y
renunciar a toda libertad.
El problema con parte de la narrativa moderna es que se toma muchas
libertades, y el resultado no es una ampliación del horizonte literario sino un
incremento del ego. Generalmente, esa libertad permite al narrador usar su
novela como una tribuna de doctrina donde emite sus opiniones, formula juicios,
crea personajes con el único objeto de rebatirlos, y se pierde en divagaciones.
Sloane decía que al lector nada le importa el escritor sino la historia que
cuenta y en la cual se sienta incluido. El lector no le pide al escritor “por
favor, quiero saber de usted, de lo que piensa del mundo, del arte, de la vida,
de las eternas verdades”. No, lo que dice es: “Hábleme de mí. Quiero sentirme
más vivo. Si me va a proporcionar un personaje, quiero que ese personaje sea
yo”. El crítico daba el ejemplo de
Shakespeare. “Es imposible averiguar algo de Shakespeare leyendo a Shakespeare”,
decía. “Inclusive su existencia es disputada entre eruditos y críticos hasta el
día de hoy, porque siempre se limitó a escribir acerca de usted y de mí. Y eso
es lo que quiere el lector: que escriban exclusivamente acerca de él”.
Habitamos un solo cuerpo, generalmente tenemos escasas rutinas, que vamos
repitiendo a lo largo de los años. En el caso de la novela que antes
mencionaba, el pintor cubano tiene numerosas alternativas, una libertad que la
vida depara en escasas oportunidades. No todos contamos con la libertad para
amar que poseía Giacomo Casanova. Y si leemos sus deliciosas aventuras es
porque transcurrieron de verdad. Es difícil imaginar una novela que tenga la
vitalidad de las memorias. Las reglas de la ficción lo impiden. (Al menos las
de la buena ficción). Es más plausible un asesino en serie que un amante en
serie, pues el primero se hace inteligible, trágico, por la obsesión de
asesinar personas. El amante en serie, a menos que incurra en alguna de las
patologías de Kraft–Ebbing, puede elegir diferentes objetos sexuales, y al cabo
de un tiempo, sus expediciones se hacen monótonas y triviales.
El pintor cubano al que hacía alusión no parece muy obsesionado por la
pintura. Es una de sus varias tareas. No
ocurre lo mismo con esa auténtica obra de arte que es The Horse´s Mouth del británico Joyce Cary. Es la historia de un
pintor, Gulley Jimson, adorador del poeta y pintor William Blake, dispuesto a
embaucar a sus prójimos –cuando más ricos, mejor– a fin de concretar sus
monumentales obras. Jimson solo tiene un propósito en la vida: crear. Todo lo
que hace es en función de su arte. Nada lo aparta de su obsesión.
Afortunadamente, The Horse´s Mouth
está saturada de humor, es una de las grandes creaciones cómicas de la
literatura inglesa del siglo veinte. La testarudez de Jimson por transgredir
las barreras de la moral con tal de llevar a cabo sus labores creadoras,
multiplica las escenas absurdas. El lector se siente compenetrado con sus
odiseas porque comparte su desesperación. Quiere que termine triunfando, pues
se lo merece. Y, al mismo tiempo, sabe que la tragedia acecha a Jimson, que en
este mundo no pueden prosperar seres como Gulley Jimson.
EL EJEMPLO A
SEGUIR
No conozco muchas novelas que sean tan fascinantes a la hora de describir el
mundo del arte como The Horse´s Mouth.
Quizás la fascinación reside en que Cary instaló el elemento cómico,
permitiendo al lector formar parte de la broma. La tragedia de Gulley Jimson,
narrada como tragedia, se hubiera desmoronado: el escritor hubiera tenido
demasiado que explicar. Pero, cuando el personaje es de una sola pieza, y posee
una obsesión, el lector no tiene problema alguno en seguir y alentar sus
peripecias. La novela se profundiza en esa aparente falta de libertad donde el
personaje marcha sin titubeos hacia el abismo. Ya Henri Bergson había señalado
que la falta de flexibilidad pertenece al territorio del humor.
Existe, por otra parte, otra vuelta de tuerca en la narrativa. Aunque
alejada del humor, resulta fascinante para el lector: es cuando el protagonista
está tan obsesionado con su profesión, que ésta toma control de su vida, y lo
conduce a la destrucción.
En el cine policial norteamericano abundan las tramas donde un poderoso
comete un crimen, y en su afán de borrar las huellas, se ve obligado a
perpetrar otros. Pero ¿qué ocurre si el poderoso es el editor de un periódico,
ha cometido un asesinato y usa a sus empleados para encubrir sus homicidios? El
clásico ejemplo es The Big Clock,
basado en la novela de Kenneth Fearing. El filme, que tuvo como protagonistas a
Ray Milland, como reportero de un importante tabloide, y a Charles Laughton,
como el editor que asesina a su amante, es excelente. Pero la premisa es que
Laughton está dispuesto a hacer cualquier cosa por desviar la investigación
policial. El enemigo está afuera. Luego vino Scandal Sheet, basado en una novela de Sam Fuller, quien fue
también un excelente director de cine. Fuller, que amaba el periodismo con
pasión, y había trabajado muchos años como reportero, le dio al tema un
original viraje: puso al enemigo dentro del asesino. En este caso, el reportero
era interpretado por John Derek, y el editor por Broderick Crawford. El editor
asesinaba a su esposa, de la cual había estado separado más de dos décadas, sin
poder obtener el divorcio, tras un casual encuentro en un baile de Lonely Hearts, corazones solitarios. La
diferencia entre el personaje de Laughton y el de Crawford era que Laughton
usaba el periodismo para satisfacer su ego, y acrecentar su poder. Era él
contra el mundo, pero el editor glosado por Crawford amaba el periodismo, era
su obsesión. Y eso era su perdición. Laughton era un canalla, en cambio
Crawford era un asesino con gran honestidad profesional. Lejos de descarriar la
investigación sobre el asesinato alentaba a su reportero estrella a buscar
pistas, y reservaba amplio espacio en la primera plana de su periódico a las
pistas que conducían de manera inexorable a su condena. En Scandal Sheet el espectador era ubicado ante un difícil dilema pues
resultaba tan arduo aceptar el crimen de Crawford como negar sus atributos, su
pasión por el periodismo. No creo que muchos espectadores hayan mostrado
simpatía alguna por las tribulaciones de Laughton en The Big Clock. Pero estoy convencido de que más de uno, al observar
los dilemas de Crawford, deseó que, por alguna razón inesperada, terminara
siendo exculpado. Sam Fuller, como Joyce Cary, conocían bastante el corazón
humano. Condujeron a sus personajes por un solo camino, los nutrieron con una
obsesión, y crearon seres difíciles de olvidar.
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