sábado, 20 de enero de 2018

Nazis y alpinistas

Mario Szichman


¿No se alimentará la complacencia
En el mundo de las imágenes
De una terquedad sombría en contra del saber?
Walter Benjamin

Discursos Interrumpidos
Todas las cosas hay que hallarlas entre líneas.
Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda nazi
Michael, novela




Ciertos deportes encarnan una filosofía de la vida que termina a veces convirtiéndose en una doctrina política. Stendhal decía que “En Inglaterra, los ricos, aburridos de su casa y con el pretexto de hacer ejercicio, recorren cuatro o cinco leguas cada día, como si el hombre hubiera venido al mundo para trotar. De este modo, gastan fluido nervioso por las piernas y no por el corazón”.
Si uno analiza esa genealogía de joggers que se inició con los tories británicos, descubrirá que la observación de Stendhal tiene cierta lógica. El trote extenuante es un ejercicio solitario, y una buena alternativa a los anhelos de escapada de un político o de un ejecutivo. Tiene la ventaja de impedir a una persona pensar en sus semejantes, que en su campo de visión se transforman en figuras difusas y temblorosas.
De la misma forma, durante la República de Weimar, en la década del XX del siglo pasado un deporte, el alpinismo, templó los corazones de los jóvenes ansiosos por extraer de la espalda de Alemania el puñal olvidado por los políticos y devolverle el papel que le correspondía en el concierto de las naciones.
Cada fin de semana, exaltados estudiantes de Munich abandonaban la capital y sus tentaciones y enfilaban hacia los frígidos Alpes bávaros para dar rienda suelta a sus encumbradas pasiones.
Tan popular era el deporte de los alpinistas que incluso se creó un género cinematográfico exclusivamente germano: el filme de escaladores. Y un realizador, el doctor Arnold Fanck, casi monopolizó el género, secundado por algunos colaboradores que, como Leni Riefenstahl, luego directora de El Triunfo de la Voluntad, terminarían creando una estética cinematográfica nazi.

                                               Propaganda del filme El triunfo de la voluntad

La técnica de Franck, decía Siegfried Kracauer, “combinaba precipicios y pasiones, acantilados inaccesibles y conflictos humanos insolubles (…) picahielos centelleantes y sentimientos inflados”. De esa manera, “la idolatría de los glaciares y las rocas fue uno de los síntomas de un irracionalismo que los nazis se encargaron de capitalizar”.
Ese socialismo para alpinistas, que se transformó en alpinismo nacional-socialista, tuvo un correlato literario en la novela Michaelde Joseph Goebbels (3) escrita algunos años antes de que el cínico escalador trepara al cargo de ministro de Propaganda del Tercer Reich.

TREPANDO AL MÁS ALLÁ


Goebbels y Hitler

La novela, con su combinación de precipicios y pasiones, acantilados inaccesibles y conflictos humanos insolubles, es interesante por tres razones: como ensayo general de los temas propagandísticos que Goebbels divulgaría posteriormente durante el Tercer Reich, pues confirma el daño que puede causar a la humanidad el artista fracasado -es difícil encontrar en otros elencos políticos fuera del nazismo una galería tan variada de seres tan ansiosos por exterminar a quienes no reconocían su talento- y porque muestra cómo el romanticismo no sólo coexiste con el cinismo, sino que parece ser su condición indispensable.
Escrita en 1923, Michael. Páginas de un destino germano, fue publicada en 1929, cuando Goebbels adquirió prominencia como director de la publicación nazi Volkische Freiheit.
En esos seis años, muchas cosas pasaron en Alemania y en la vida personal de Goebbels, que se reflejan en su novela. En 1923 murió Richard Flisges, un amigo de Goebbels a quien la novela está dedicada. En 1929, los nazis contaban ya con una organización política a nivel nacional.


LA TRANSFIGURACIÓN ROMÁNTICA

Flisges, dice Adam Parfrey en su prefacio a Michael, “expresó puntos de vista anarquistas, pacifistas y socialistas, e introdujo a Goebbels en Marx, Engels, Lenin y Dostoievski”.
Michael es parte Flisges, y parte Goebbels. Es bueno tener en cuenta esa dicotomía. Uno no debe olvidar que en la doctrina nazi de comienzos de la década de los veinte, el socialismo era la mitad de su fórmula.
El Michael, confeccionado sobre la silueta de Flisges, expresa puntos de vista socialistas: “Todos nosotros somos soldados en la revolución del trabajo”, dice su protagonista. “Queremos el triunfo del trabajo sobre el dinero. Eso es socialismo”. Pero el otro yo del doctor Merengue aportado por Goebbels da rienda suelta a su antisemitismo y a su darwinismo social;  “Me siento físicamente disgustado por los judíos”, dice el hombre que cojea de un pie. “Los judíos han violado a nuestro pueblo… El judío es una úlcera en el cuerpo de nuestra enferma población… Hay sólo dos posibilidades: o permitirle que nos destruya, o impedirle que haga daño. Ninguna otra alternativa es concebible”.
Del mismo modo, todo el texto tiende a una exaltación de la violencia. “La guerra es la forma más simple de afirmación de la vida”, dice Michael.

Novela de iniciación y finalización, pues Goebbels, hasta su suicidio, junto con el de su esposa y seis de sus hijos nunca volvió a incurrir en el género, Michael muestra el germen del héroe nazi en sus múltiples facetas: soldado, trabajador, amante, filósofo y poeta, que divide el mundo entre el intelecto y la acción (“el intelecto es un peligro para el desarrollo del carácter… No estamos en la tierra para llenar nuestros cerebros con conocimiento. Todo es periférico si no tiene relación con la vida… El milagro de una nación nunca radica en el cerebro sino en la sangre… El corazón soluciona muy fácilmente todas las cosas con las cuales la mente se ha atormentado durante siglos”) y entre la ciudad, poblada de filisteos, y el campo con seres nobles, “un antiguo, silencioso cementerio” y casas antiguas arracimadas en torno a la vieja catedral como polluelos en torno a la gallina clueca.

BEBÉS DE INCUBADORA

Por supuesto, abundan las lágrimas. Cada vez que Michael lee Wilhelm Meister, de Goethe, “las lágrimas asoman a mis ojos”. También se emociona escuchando La Novena Sinfonía de Beethoven, la Oda a Safo, de Brahms, y los Impromptus de Schubert.
¿Y por qué se emociona Michael? Porque, como se lo explica su platónica novia Herta Holk, “tú eres un idealista, Michael, inclusive en tu actitud hacia las mujeres”.
El idealismo de Michael hacia las mujeres es curioso. Consiste en estas reflexiones: “la tarea de una mujer es ser hermosa y traer niños al mundo (…), odio a las mujeres vociferantes que se entrometen en todo y no entienden nada. Ellas habitualmente olvidan su verdadera misión: criar niños”.

Pero por sobre todas las cosas, Michael es un alpinista. Cuando Michael se pone en contacto con precipicios y pasiones, acantilados inaccesibles y conflictos humanos insolubles, su prosa tiene la elaborada ornamentación de un reloj cucú.
“Esto es lo que anhelaba”, dice Michael cuando finalmente vuelve a las alturas, “toda esta divina soledad y calma de las montañas, esta nieve blanca, virginal”. (Goebbels tenía un problema con la pasión sexual).
“Estaba harto de la gran ciudad. En las montañas siento que he vuelto al hogar. Paso muchas horas en su blancura inmaculada y me vuelvo a encontrar a mí mismo”.
Es posible que pocos meses antes de la publicación de Michael, en 1929, tal vez cuando corregía las galeras para la publicación de la novela, Goebbels percibiera otra buena ocasión de trepar e incluyera la que históricamente es ahora la parte más famosa del libro, su visión del líder:
“Me siento en un cuarto que nunca antes había visto.
“Apenas advierto la presencia de una persona que de repente se para en el cuarto y comienza a hablar. Tímido y vacilante al principio, quizás buscando palabras para cosas demasiado grandes como para ser comprimidas en formas estrechas.
“Entonces, súbitamente, el flujo de su discurso se desata. Quedo cautivo, presto atención. El hombre gana ímpetu. Parece iluminado.
(…)
“No es un orador. Es un profeta.
(…)
“El hombre en el podio me observa por un momento. Esos ojos azules me golpean como flamígeros rayos. ¡Es una orden!
“En ese momento me siento renacer”.
Para algunos, resulta difícil compaginar este exaltado romanticismo con Goebbels el ministro de Propaganda, conocido por estudiar durante horas frente al espejo la manera más espontánea de expresar sus emociones.
El historiador Hugh Trevor-Roper dice que el 18 de febrero de 1945, en las postrimerías del nazismo, Goebbels organizó una gran manifestación en el Palacio de los Deportes de Berlín. Durante su discurso, Goebbels apeló a su “habitual radicalismo histérico. Albert Speer, que se hallaba en el lugar, dijo luego que nunca había visto una audiencia tan eficazmente exaltada al fanatismo”.
Pero luego del discurso, y “ante el asombro de Speer, Goebbels con tranquilidad y complacencia analizó, como un ejercicio puramente técnico, el discurso que en ese momento parecía una espontánea explosión emocional. Inclusive en su momento de mayor fanatismo, Goebbels fue siempre el realista desapasionado, que observaba con desprendida, profesional experiencia, el efecto de su oratoria cuidadosamente estudiada”.
La coexistencia de idealismo y cinismo, esa conjunción de Flisges y Goebbels que dio origen a Michael, fue un conflicto que el líder nazi nunca pudo resolver.

Es curioso que Michael brinde al menos dos claves personales del hombre detrás de la máscara. Una es el nombre de su amante, Herta Holk. La hache inicial fue reiterada en el nombre de cada uno de sus seis hijos. La otra es aún más significativa: Michael comienza el dos de mayo, un día después de la fecha del suicidio de Goebbels y de toda su familia, que ocurrió el primero de mayo de 1945. Finalmente, el romántico y el cínico volvieron a estrecharse las manos al cerrarse el circuito iniciado con la novela Michael.

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