Mario
Szichman
“Él estaba
absolutamente muerto, se los puedo asegurar.
Lo habían baleado,
envenenado, apuñaleado y estrangulado.
Es probable que
algún tipo se la tuviese jurada.
O quizás fue
asesinado por cuatro personas a la vez.
O tal vez se trató
del suicidio más ingenioso
de que haya sido
testigo en mi vida”.
Richard S. Prather.
Take a murder, darling
Buena parte de las malas novelas que analiza en su desopilante libro Gun
in Cheek parecen haber sido escritas por laboriosos artesanos con frondosa
imaginación y escaso sentido del humor. Sus narraciones han incursionado en
todos los géneros de la crime fiction,
en sus más aberrantes personajes y, especialmente, en las más populares de las
frases hechas.
En el ensayo de Pronzini –por cierto un muy
buen escritor de policiales– aparece la flora y la fauna de la novela negra
norteamericana, desde el hard–boiled
–estilo duro, carente de todo sentimiento, puesto en práctica por Mickey
Spillane y Richard S. Prather– pasando por el relato de espionaje de William Le
Queux y la novela de suspenso racista de las preguerras, popularizada por
Sydney Horler –en las que japoneses, alemanes, judíos e italianos alternan
miradas aviesas y rayos mortales– hasta incurrir en la investigación pseudocientífica
de Eric Heath.
El detective profesional, el investigador
amateur, y el archivillano exhiben sus mejores galas en tanto todos los
clichés, absolutamente todos, se hacen presentes. Entre ellos el más famoso
sigue siendo “La bala rozó mi cabeza. Un milímetro más cerca, y me hubiera
volado los sesos”.
Pero, como ocurre en Estados Unidos con todo
lo que ha sido descartado con premura para ceder el paso a otras modas
efímeras, la industria de la nostalgia ha salido al rescate de la desdeñada novela
policial, para descubrir que no todos los gatos son pardos.
Por el contrario, varias de las obras “malas”
simulan ser perfectas parodias del género. Corresponde al lector decidir si la
imitación es involuntaria o intencionada.
DEDUCCIONES APRESURADAS.
TOSTADAS ENIGMÁTICAS
En ciertos casos estudiados por Pronzini, es
fácil descubrir que la parodia es completamente involuntaria. Un escritor de
pocas pulgas como Mickey Spillane –maravilloso narrador que llevaba el
macartismo en la sangre– no estaba precisamente burlándose de sus predecesores
cuando en I, The Jury (1947) su
novela más famosa, describe un asesinato en una fiesta a la que asisten 250
invitados.
Spillane permite al detective Mike Hammer
librar de culpa y cargo a cada uno de ellos aún antes de disiparse el humo de
la pólvora, alegando que todos tienen una coartada perfecta.
Algo
similar puede decirse de William Le Queux, un incómodo precursor de John Buchan
(el autor de Los 39 escalones) de
Eric Ambler y de John le Carré.
En El
misterio del rayo verde (1915) Le Queux pone en boca de su protagonista,
Ronald Ewart, este tipo de reflexiones:
“Han robado un perro ciego.
¿Por qué robar un perro ciego? Me parece que
un hombre que roba un perro ciego lo roba porque, por alguna u otra razón,
desea poseer un perro ciego. Y tal vez, el mismo que acaba de robar”.
Y en la misma corriente circula Eric Heath,
creador del detective amateur Wade Anthony. En una de las escenas de la novela El asesinato de un escritor de novelas de
misterio (1955), Heath instala a su héroe en el dormitorio de su bella
secretaria, Penny Lake, pero no por motivos lascivos, sino porque necesita
desayunar.
Penny Lake está en la cama, seguramente
vestida con un glamoroso negligé, y el detective aficionado está sentado al
borde, reflexionando sobre un reciente crimen y mordisqueando distraído una
tostada. De repente, el detective observa la solitaria taza de café sobre el
regazo de la mujer, y le formula esta inadvertida insinuación:
“¿Me permite mojar la tostada? Disculpe si
suena atrevido, pero sólo mojo la tostada en privado”.
Y cuando Penny Lake, que está locamente
enamorada de su jefe, le dice que sí, que moje todas las tostadas que quiera,
el detective señala que con una tostada es suficiente, la moja en el café, y
continúa con sus ensimismadas reflexiones.
Y es que el detective Wade Anthony reserva su teoría
de la detección y prevención del crimen a un ingenioso artilugio: el registro
fotográfico y cinematográfico de todos los sospechosos de crímenes que existen
en el planeta.
LA COMICIDAD VOLUNTARIA
En tanto Spillane, Le Queux y Heath cometen la
parodia a pesar de sí mismos, otros autores parecen haber reflexionado sobre
las cómicas posibilidades ofrecidas por el género policial.
En un país en el que la narrativa profesoral
–de Saul Bellow a John Updike– ha hecho pensar que el universo es solo la
universidad, como diría Gore Vidal, embarcarse en las intrigas de la alternative crime fiction, practicada
por autores como Michael Avallone, Knight Rhoades y, especialmente, muy
especialmente, por Prather –un auténtico genio de la comicidad– es como imitar
a esos tribeños que, con frase de Proust, empiezan a sentir la insipidez de las
comidas tras varios años de privarse de sal y se arrojan sobre sus congéneres
para comerse la sal que exuda su piel.
Después de leer una novela que comienza en la
oficina de un decano y concluye en el pasillo de un college, es saludable sumergirse en una obra como Shoot it Again, Sam! de Avallone (1972).
En ella, su protagonista, Ed Noon, debe
proteger el cadáver de un astro de Hollywood, y en el curso de su viaje es
secuestrado por agentes chinos que usan sosias de Clark Gable, James Cagney y
Peter Lorre para convencer al héroe de la historia de que no es Ed Noon, sino
en realidad el inmortal detective Sam Spade, –no como lo imaginó Dashiell
Hammett, sino como lo interpretó Humphrey Bogart–. En cuanto a su misión en la vida, consiste en asesinar al
presidente de Estados Unidos.
Y ni hablar de She Died on the Starway de Rhoades (1947), donde el detective Price investiga un asesinato en una casa que ha sido mal construida a
propósito, pues una adivina había advertido que el dueño sería asesinado si terminaban
de edificar la mansión siguiendo el diseño original.
Por lo tanto, en esa casa tan retorcida como
el sueño de un villano, hay cuatro cocinas, escaleras que no conducen a ninguna
parte, y chimeneas de trazado oblicuo, pese a lo cual, la profecía se cumple
con devastadoras consecuencias.
Y para completar el desenfreno, nada como Strip for Murder de Prather (1955), en
la cual el detective Scott investiga un asesinato en un campo nudista, es
perseguido por mafiosos, logra escaparse desnudo en un globo aerostático y los
vientos lo transportan hacia el edificio de la alcaldía de Los Ángeles.
Es en ese momento que una secretaria se asoma
por una ventana y exclama “¡Scott!”, al reconocer al detective por una parte de
su anatomía bastante alejada de su rostro.
UN NUEVO GÉNERO
Si el grado de conciencia de estos últimos
autores con respecto al potencial cómico de sus personajes es difícil de
evaluar –todos ellos escribían para los pulp
(revistas baratas), y fuera del salario percibido resulta complicado
conocer sus motivaciones– es seguro que sus continuadores, con menor talento y
mayor astucia, proclamarán desde el primer capítulo de sus narraciones su
intención de escribir un policial que es en realidad una reflexión sobre el
género policial.
En caso de fallar la trama o los personajes,
el escritor siempre estará en condiciones de alegar que solo quiso hacer una
parodia. Recurso que, según contó Alfred Hitchcock, era muy utilizado en la
época del cine mudo.
“Si un drama había sido mal rodado, mal
interpretado, y resultaba ridículo” dijo Hitchcock al cineasta Francois
Truffaut, “se redactaba un diálogo de comedia y la película se convertía en un
gran éxito porque se la consideraba una sátira”.
Y es que the
mystery story se presta a eso, pues acumula bastantes clichés para burlarse
de todas las convenciones.
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