Mario Szichman
José María Vargas Vila ocupa un
lugar muy especial en el imaginario narrativo latinoamericano. Así como nadie
necesita leer Las Memorias de Giacomo
Casanova para hacerse una idea de lo que es un Casanova, no hace falta
haber leído a Vargas Vila para convocar con su nombre imágenes de galanes
inescrupulosos, y de mujeres perdidas, de enfermedades vergonzosas y de
suicidios a la luz del crepúsculo.
Cuando era un adolescente, detecté
la abrumadora y equívoca fama de Vargas Vila en las librerías de viejo de la Plaza
Lavalle, en Buenos Aires. Ignoro si Vargas Vila era publicado por la editorial Tor. Abundaban en mi infancia las
editoriales que se encargaban de difundir a los clásicos en libros que crujían
y se desmantelaban apenas uno intentaba revisar sus primeras páginas.
Las portadas de Tor solían ser inolvidables por lo malas.
Además de inconfundibles, eran intercambiables. Un hombre afligido, sentado al
borde de una cama, generalmente ataviado con pantalones y camiseta, apoyaba su mano
derecha en los desordenados cabellos de su frente. Obviamente, meditaba. El
hombre era observado en el background
por una mujer disgustada y en paños menores. La portada servía para anunciar un
manual destinado a combatir la impotencia.
La misma portada, exactamente la
misma, anunciaba el título de alguna novela de Vargas Vila. Y eran tan
numerosas esas novelas, que al cabo de un tiempo la editorial decidió
prescindir de las portadas dedicadas al manual para combatir la impotencia y
concentrarse en ilustrar la producción de Vargas Vila.
RECORDAR PARA NO OLVIDAR
Dudo que en la actualidad haya
muchas personas interesadas en el escritor colombiano. Afortunadamente, existe
una estupenda narradora que sí lo hizo: Consuelo Triviño Anzola. Y en La semilla de la ira logró dos
objetivos: inmortalizar a Vargas Vila, permitiendo crear su retrato más
perdurable, e incorporar además a la narrativa hispana un texto realmente bueno.
La maldición de Vargas Vila fue
haber vivido en una época excesivamente interesante. En realidad, la bendición
de Vargas Vila fue que Triviño Anzola consiguió ahondar en esa época eligiendo
escasos, luminosos episodios de la vida del escritor.
La narradora crea una manera
diferente de leer y de escribir la nueva narrativa hispana, en directa contradicción
con ese desbocado avance hacia el precipicio del post-modernismo.
Nadie sabe en qué consiste
concretamente ese post-modernismo pero algo tiene que ver con tramas
inconclusas, personajes que hablan como si declamaran, viajes a las
profundidades de uno mismo –y generalmente concluidos a la altura del ombligo–
travesías insondables por muchas ciudades que el autor desconoce o sólo intuye
en tarjetas postales, e incursiones en el sexo y la muerte enfundadas en
plástico.
Claro que es posible escribir
plausibles ficciones describiendo un territorio desconocido. Lo hicieron Edgar
Rice Burroughs o Ray Bradbury, al describir Marte, y Julio Verne, al viajar al
centro de la tierra. Pero es necesario previamente documentarse y no dejarse
guiar por la magia del nombre o de los lugares que intenta visitar el
personaje. A veces, es mejor esquivar aquello que ignoramos. Una de las facetas
más perdurables de La cartuja de Parma
es la renuencia de Stendhal a incursionar en el campo de batalla de Waterloo.
Fabrizio del Dongo, el protagonista de la novela, prefiere transitar por sus
alrededores.
La escritora aprovecha también
para lidiar con una época capaz de convocar imágenes, e inclusive aromas: el
fin de siècle en América y en Europa.
LA DECADENCIA FINAL
Por supuesto, hubo otras épocas
decadentes. Pero ninguna otra pudo contemplar al mismo tiempo el exterminio de
toda una generación durante la primera guerra, así como la abolición del
vestuario y del aspecto físico de hombres y mujeres, y su reemplazo por algo no
sólo nuevo, sino totalmente impensado.
En menos de treinta años pudo
ridiculizarse un previo estilo de vida. Corsés y polisones, cinturas creadas en
base a la tortura física de las mujeres, vestidos que rozaban el piso, traseros
alzados, monóculos, rostros con barba y bigotes, sombreros de fieltro en forma
de hongos, levitas para los días de semana, pasaron al basurero de la historia,
para nunca más volver. Excepto en las producciones de la BBC de Londres.
Y esa es la época que narra
Triviño Anzola a través de Vargas Vila. Y lo hace usando la primera persona del
singular. Algo que, en el campo de la narrativa, es tan difícil de concretar,
como escribir buena sátira. En otros campos, el narrador puede ser pedestre sin
desentonar. Pero en la primera persona, como en la sátira, basta descender un
peldaño para que la excelencia se derrumbe como un castillo de naipes. Y
Triviño Anzola consigue hacerlo sin recargar las tintas. (Es muy difícil no
pecar por exceso apenas un escritor se ceba en la primera persona).
Y en esa primera persona ¿Cuánto
hay de Vargas Vila, cuánto de Triviño Anzola? Sin tratar de dividir las cargas,
un formidable personaje obtiene su pedestal como arquetipo de una cierta manera
de ser intelectual en América Latina. Vargas Vila escribía con iracundia. Las ciudades que detestaba, los
pueblos que le caían “mal”, fueron delineados de manera indeleble a partir de
su indignación. Basta analizar su desdén por Buenos Aires, una ciudad “grande,
inmensa”, pero no “una gran ciudad”, o el desprecio por sus habitantes, que tenían
siempre a flor de labios la palabra como,
porque en Buenos Aires todo es 'como en París' o ´como en Roma´.
La tarea de la novelista no sólo
involucra una mirada crítica. También arremete contra ídolos literarios, que en
ocasiones devienen nulidades engreídas. Allí está la inquina de Vargas Vila
contra intelectuales de su época, como Santos Chocano, o el “relamido cronista
Gómez Carrillo, que siempre va detrás de una mujer y de una patria para vivir
de ellas”, o contra Gabriela Mistral que “carece del don de la poesía”.
(Triviño Anzola toma distancia de esas posturas del escritor. En un correo
personal dijo que “se trata de consideraciones personales de Vargas Vila,
misóginas, en el caso de Gabriela Mistral. Para mí fue muy divertido expresarme
como si fuera él, recurriendo a cierta teatralidad muy propia del dandi”).
Sin importar la distancia que Triviño
Anzola tomó de Vargas Vila, es obvio que quedó prendada de su héroe. Inclusive,
a veces, dice que sintió “cierto pudor al parodiarlo”, como si de esta forma “le
perdiera el respeto”.
La narrativa puede quedarse
tranquila. El protagonista de la novela emerge
incólume del escrutinio. Un ser andrógino como Vargas Vila, que cobijó a un
hombre mucho más joven que él y lo hizo pasar por su hijo, un hombre de
afligida sexualidad en una época donde todavía el ideal de la mujer era con su
pierna quebrada, y en casa, logra atrapar al lector, transportarlo a otra
época, y hacer creíble tanto esa época como sus personajes.
Y en ese transcurrir, Vargas Vila
también ha logrado recrear a su narradora. Hay un antes y un después en la escritura
de Triviño Anzola. La semilla de la ira
marca un rito de pasaje hacia novelas todavía más trascendentes. Con la
elección del personaje de Vargas Vila ha creado un libro bueno que lejos de ser
una sumatoria de libros buenos, es una obra trascendente e imprevista,
inclusive para ella.
“Al terminar la novela”, nos dijo
la autora, “sentí que no era yo quien hablaba, sino el propio Vargas Vila. Y
eso me conmovió”.
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