Mario Szichman
La
mejor película que Alfredo Hitchcock nunca pudo filmar comenzaba con un
asesinato registrado a bordo de un vehículo. El cadáver surgía de la nada.
Según le explicó Hitchcock a Francois Truffaut, su idea era iniciar la
proyección mostrando una línea de ensamblaje en una fábrica de automóviles.
Primero aparecía un chasis. Poco a poco, se le iban añadiendo partes.
Finalmente el vehículo, totalmente armado, se detenía en la meta final de la
línea de ensamblaje. Un imperturbable operario, de guardapolvo blanco, portando
en su mano izquierda una tableta metálica con sujetapapeles, abría la puerta
del conductor. Del interior surgía un cadáver que se derrumbaba en el suelo.
Es
la imagen inexistente más nítida que recuerdo de Hitchcock. El director no pudo
llevar adelante el proyecto pues era imposible explicar cómo aparecía ese
muerto en la línea de ensamblaje.
Hitchcock,
como todo gran narrador, sabía que ninguna narrativa se sostiene sin props. La palabra en inglés es una
abreviación de property. En la
escenografía teatral un prop es un
accesorio. Cualquier objeto puede convertirse en un prop si ayuda a la narración. Puede ser desde la pipa curvada de
Sherlock Holmes hasta una carroza emplazada en el centro del escenario. Un
bastón es un prop si ayuda a
identificar a un personaje. Tal vez un anciano puede requerir un bastón en una
representación, pero no siempre. Un hombre elegante, que posee un excelente
estado atlético, tal vez necesita del bastón como atributo de elegancia. Un
cortapapeles puede servir para que un hombre juguetee con él entre sus manos,
mientras reflexiona, o enuncia conjeturas, y también para incriminarlo cuando
ese mismo objeto aparece clavado en el pecho de una víctima.
Hitchcock
tenía predilección por los grandes props.
En North by Northwest el prop es el
Monte Rushmore, donde se han esculpido los rostros de algunos famosos
presidentes norteamericanos. Allí Cary Grant lucha contra sus perseguidores, y
en un momento, como Gulliver en el país de los gigantes, se desliza por el
rostro de uno de los presidentes. En Saboteur hay dos extraordinarias escenas,
una donde el asesino lucha con el protagonista dentro de la cabeza de la
Estatua de la Libertad, y la otra en que un enorme barco aparece varado, como
una ballena muerta, en la rada de Nueva York.
Cualquier
tipo de narrativa, casi tanto como el teatro o el cine, necesita de props para anclar un personaje a una
trama. Peter Rabe, un extraordinario escritor de mysteries, usaba un prop
líquido, el café, para estructurar un personaje. En Kiss the Boss Goodbye, descubrimos uno de los hábitos del
protagonista porque siempre está bebiendo café tibio o frío, nunca en su punto.
Nunca
necesité tanto de los props como
cuando escribí La región vacía.
Aunque Nueva York es la ciudad en la que más he vivido, no la conozco como
realmente se conoce una ciudad: como cualquier turista. En realidad, nunca
antes había escrito sobre una ciudad mientras vivía en ella. Escribí mi
trilogía del Mar Dulce, que transcurre en Buenos Aires, mientras vivía en
Venezuela. Escribí mi trilogía de la patria boba, sobre la guerra de
independencia en la Gran Colombia, cuando me mudé a Estados Unidos. Escribí
sobre la Revolución Francesa sin vivir en Francia. Pero con La región vacía decidí arrojarme al
agua. Pues el tema, los ataques a las torres gemelas registrados el 11 de
septiembre de 2001, era para mí una constante obsesión. Empecé a escribir sobre
el ataque a las torres gemelas del World
Trade Center ese mismo 11 de septiembre de 2001. Era un despacho para el
periódico Tal Cual, de Venezuela. A lo largo de estos años llené varios
centenares de páginas con mis experiencias, y escribí un libro de non fiction, que nunca publiqué. La
región vacía no figuraba en mis planes narrativos. Pensaba que el tema merecía
el formato de un ensayo.
En
el 2013, Carmen Virginia Carrillo, quien se encarga de la edición y reedición
de mis novelas desde hace tres años, me sugirió una forma de lidiar con el
tema. Volví entonces a revisar algunas de las historias que había escrito sobre
el 9/11, y empecé a poblar la narración de personajes neoyorquinos. Fue una
experiencia muy enriquecedora, y debo reconocer que de no ser por la profesora
Carrillo, La región vacía seguiría en
la etapa de proyecto. (Como también mi previa novela, Eros y la doncella).
EL CONTRAFUERTE DE LA ESCRITURA
Desde
el principio sabía quienes serían mis personajes, algunos famosos, como Osama
bin Laden, dos o tres de los piratas aéreos, y obviamente, el presidente George
W. Bush. Pero el centro de la trama debía consistir en seres que habían sido
afectados por el episodio de manera pasiva. En un caso, la madre de dos jóvenes
ejecutivos que morían en las torres. En el otro, un periodista capaz de cumplir
una doble función: ser testigo del episodio, y al mismo tiempo, participar en
la búsqueda que hacía la madre, de los instantes postreros de sus hijos.
Anudar
la vida de esos personajes centrales no fue difícil. Georges Politi nos asegura
que sólo existen treinta y seis situaciones dramáticas. La otra parte fue más
difícil, aunque las recompensas fueron numerosas: conseguir los props.
La
imaginación funciona de una manera bastante rara. Durante muchos años, me quedé
prendado un libro escrito por David Viñas. No debe haber sido uno de los
mejores, pues no recuerdo ni la trama ni el título, pero sí evoco con nitidez
la apertura de cada capítulo. Constaba de una imagen de algún objeto fácilmente
reconocible en Buenos Aires. Uno de ellos era un boleto de colectivo, esos
boletos, como cualquier ticket de un pasaje, parecían simbolizar Buenos Aires.
El conductor del colectivo, un autobús pequeño, entregaba a cada viajero un
boleto, a cambio del dinero que le tendía para pagar el pasaje. En Nueva York
no existen esos tickets, pero sí sucedáneos. Son trozos de cartulina. Algunos
tienen formas de señaladores donde queda registrado el día y la hora de
adquisición del pasaje, así como la ruta. De inmediato se me ocurrió que ese prop podía tener una función dramática,
informar de varias cosas a la vez. La protagonista es una gran lectora, y usa
esos tickets para marcar la página de cada libro donde interrumpió la lectura.
Un día, descubre en uno de sus libros que ha señalado dos páginas con dos
tickets. Uno de los tickets tiene la fecha del 10 de septiembre de 2001, un día
antes del ataque a las torres. Cuando empieza a rebobinar su película personal,
la protagonista recuerda de repente un episodio que tuvo como protagonista a
uno de sus hijos y que la hizo abandonar la lectura. El episodio guarda un
terrible secreto …
Si
estuviera redactando un folletín, éste sería el momento de escribir:
“Continuará en el próximo episodio”. Por ahora me limito a señalar que cada
narración requiere una estrategia diferente, y son distintos los elementos que
la apuntalan. Recién con La región vacía
descubrí el romance de los objetos. A veces, lo más cotidiano y banal puede
convertirse en una prueba de amor, o en un instrumento letal.
Un
ejemplo, mis domingos comienzan en la madrugada –soy un insomne tempranero– y
cuando a las 5:00 de la mañana abro la puerta de mi apartamento tropiezo con
ese colosal ensamblaje de papel que es The
New York Times. Otros lectores pasan toda la mañana revisando sus páginas.
Yo demoro una media hora en librarme de ellas. Comienzo por los anuncios en
colores de las grandes tiendas, sigo con los avisos de los supermercados
plagados de cupones, desecho las páginas deportivas, pues las reseñas dedicadas
al fútbol (soccer, le dicen aquí, para diferenciarlo del fútbol americano) son
magras, y continúo con las partes de artes y espectáculos. Algunas reseñas de
filmes son buenas, pero el resto de esas páginas están habitadas por anuncios
de películas, de obras de teatro, de galerías de arte (acompañados de vernissages) y de programas de
televisión. Cada aviso está destinado a exaltar la octava maravilla del mundo.
Una vez deposito la sección de bienes raíces en el umbral de mi vecina, una broker que trabaja en Manhattan, y me
independizo de la sección Metropolitana, de la sección de automóviles, de la
sección de viajes, de la deprimente sección dedicada a la reseña de libros, de
las satinadas páginas de la revista dedicada a la moda, y de las secciones de
avisos intercaladas entre los avisos emplazados en las secciones, me quedo
finalmente con el primer cuerpo. El colosal periódico ha quedado reducido a la
sección internacional, la sección nacional, las páginas de opinión y los
obituarios. (Como detalle interesante, muchos obituarios se escriben en
colaboración con los futuros difuntos, y se van actualizando periódicamente,
hasta que llega el gran día).
Como
la economía, el pronóstico del tiempo, y las agencias de inteligencia, los
periódicos norteamericanos son absolutamente imposibles de manejar. Uno de los
inmortales gags de Buster Keaton lo
muestra sentándose en un banco de plaza llevando un periódico plegado que tiene
el tamaño de una estampilla. Keaton lo va desdoblando, y el periódico va
asumiendo gigantescas dimensiones, hasta que envuelve totalmente al actor, de
la cabeza a los pies.
Creo
que Mallarmé decía que todo ocurre primero en la vida, y finalmente en un
libro. Pues hace algunos años, el novelista Don DeLillo escribió una novela
basada en un hecho real: la historia de dos hermanos que vivían en un
apartamento de Manhattan y se la pasaban acumulando diarios y revistas, hasta
que crearon una gigantesca pila que cayó sobre sus cabezas y los mató. (Anatole
France pronosticó el evento en una de sus novelas, creo que en La isla de los pingüinos, en que el
archivista de una biblioteca moría aplastado por libros).
En
un país donde el único lema que parece haber perdurado es “Big is better,” cuando más grande mejor, nadie que comienza
atildado y pequeño puede perdurar. Basta ver los vasos de papel encerado en que
sirven las bebidas gaseosas. Algunos tienen la estatura de un niño. Pero ese
fastidio dominical ha sido un alivio a nivel de la escritura. Porque mi
protagonista, además de encontrar huellas de un episodio incómodo en un simple
ticket de autobús, padece el drama de los avisos, y colecta cupones, el pan
nuestro de cada día de los voluminosos periódicos.
Por
alguna extraña razón, los cupones para ahorrar dinero siempre contribuyen a que
uno gaste más dinero. Cada cupón es como una puerta trampa que abre el camino
al derroche. El otro día vi una oferta de fideos fetuccinis. Cada paquete costaba 1,89 dólares. Podía comprar diez
paquetes por diez dólares. Pero uno no come fideos sin algún aditamento. Esa
semana, diferentes salsas para pastas habían subido de precio. También el queso
parmesano. Al final, era más barato comer caviar de Beluga que fetuccinis.
Pero
estamos hablando de productos perennes. Uno puede almacenar pasta seca durante
meses. En cambio, las ofertas de productos perecederos son aún más tramposas.
Involucran fechas de vencimiento. De repente, mi protagonista descubre que esos
cupones le están arruinando la vida. Si
no se libera de ellos, acabará como la protagonista de Codicia, el
extraordinario filme de Erich von Stroheim, donde una bella mujer termina
envejecida, enferma, semi ciega, por su acumulación de monedas de oro.
No
toda narración se presta al romance o a la tragedia de los objetos. Pero cuando
se los puede utilizar en su encarnación humana suelen descorrer el velo de la
alienación mejor que varios tratados de filosofía.
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