Mario Szichman
Tal vez el mayor acto de reconstrucción
quirúrgica fue ordenado por Liberace, el flamboyant
pianista, quien reprodujo a su amante, Scott Thorson, como una versión
juvenil y mejorada de sí mismo.[i] Y quizás
el mayor acto de rechazo a la muerte es la continua reaparición de Elvis
Presley en diferentes partes de Estados Unidos. Los sightings de Elvis se rastrean en los sitios más insospechados,
aunque el predilecto sigue siendo un motel emplazado en una carretera
secundaria.
Repetir nuestra imagen en otros seres
humanos, o impedir que se vayan de este mundo, es un delirio recurrente. Cada
año el mundo se puebla de nuevos inmortales, usualmente seres a quienes su
corta vida les impidió cometer todos los desaguisados que estaban urdiendo.
Algunos se han eternizado en la figura de comandantes.
Esa necesidad de duplicar la vida en
otras vidas, o la vida en la muerte, es un elemento esencial en la literatura.
El modelo imperfecto del ser que Liberace recreó en su amante fue anticipado
por el monstruo que inventó el doctor Frankenstein. El cantante apostado a la
entrada de moteles es la última secuela de un subgénero: el del ser original
que no murió, y cuyo doble se sacrificó como un bonzo. La trama ha sido reiterada
hasta el cansancio en las historias alternativas.
Cada vez que alguna celebridad aparece
tiesa en un ataúd abierto, hay un noventa por ciento de posibilidades de que
los testigos atribuyan el cuerpo a un impostor. Ocurrió con Rodolfo Valentino,
con John Dillinger, con Bela Lugosi (quizás el difunto más famoso de la
historia del cine, gracias a que exigió en su testamento ser maquillado como
Drácula en su instante postrero, y envuelto en la capa). En todos esos casos,
quienes desfilaron frente a los ataúdes aseguraron a la prensa que el difunto
era otro. O era más largo o más corto, o más delgado, o más fornido, o le
sobraba peso, o el color de los ojos era diferente.
En fecha más reciente, algo similar
ocurrió con Heinrich Himmler, una de las figuras más siniestras del Tercer
Reich. Himmler se suicidó en mayo de 1945, tras su captura en Lüneburg,
Alemania. Entre quienes presenciaron su muerte figuraba el médico que intentó
salvarle la vida extrayéndole de la boca una pastilla de cianuro. Además, se
tomaron fotografías de su cadáver, para que no quedara duda alguna. Por
supuesto, proliferaron las dudas. Un historiador muy respetado, Hugh Thomas,
dijo que el muerto era el doble del jerarca nazi. Himmler tenía una cicatriz en forma de “Y” en
su mejilla izquierda, tras un duelo con espada. En el cadáver no había cicatriz
alguna. Y de esa manera, el supuesto doble otorgó al original la vida eterna.
Son pocos quienes se preguntan por qué
diablos un impostor se va a inmolar para beneficio de un ser notorio, pero esa
duda parece ser una de las peculiaridades del ser humano. De ahí la figura del
doble, un elemento esencial en la literatura. Algunos de sus más conocidos
cultores incursionaron en el subgénero. Si bien en la literatura clásica el
doble fue un elemento importante en las comedias (de las 20 obras de Plauto,
cinco trabajan el tema del doble), en la literatura moderna el personaje es siempre
siniestro. Tenemos El doble, de
Fiodor Dostoievski, que para Vladimir Nabokov es la mejor novela del autor ruso
(prefiero Crimen y Castigo y Memorias del Subsuelo), el William Wilson de Edgar Allan Poe, El retrato de Dorian Gray de Oscar
Wilde, El Horla, de Guy de Maupassant, y especialmente Doctor
Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson. En este último caso, el
argumento pareció generar una obsesión muy particular.
Stevenson escribió la primera versión
como un poseso, en apenas tres días. Cuando su esposa leyó el relato se sintió
tan horrorizada que le ordenó destruir el manuscrito. Stevenson acató la orden
de manera sumisa. Años después, en otro acceso de furia creadora, volvió a
escribir Doctor Jekyll y Míster Hyde, también
en tres días. Al parecer, no le cambió una sola coma, pero en esa ocasión envió
el texto directamente a la imprenta, y logró librarse de su alucinación. O tal
vez para ese momento ya se había librado de su esposa.
¿Por qué esa fascinación con el doble? En
el caso de Liberace, uno podría pensar que su intención de forjar a Thorson a
su imagen y semejanza (y perdonen el francés) era fornicarse a sí mismo. Con
Elvis Presley las razones son diferentes. Tal vez están vinculadas –aventuro
una hipótesis– a su registro de voz. De Carlos Gardel dicen que cada día canta
mejor. Tal vez ocurre lo mismo con Elvis. Si ha mejorado su voz, es obviamente
porque está vivo. (Por cierto, hay una excelente novela de Sergio Ramírez sobre
un Carlos Gardel que ha sobrevivido al accidente aéreo de Medellín y deambula
por alguna parte de nuestra vasta geografía, esquivando a los seres humanos,
ocultando las horribles heridas en su rostro. Un poco como el fantasma de la
Ópera).
Una figura que no ha sido explorada plenamente
en la literatura es un pariente bastante cercano del doble: el imitador. (Más
exitosa, más siniestra, es la marioneta que termina controlando al encargado de
mover su cabeza y abrir y cerrar su boca a través de la inserción de una mano
en su cuerpo de madera). Tal vez una tardía aceptación del look alike ocurrió durante la segunda guerra mundial, cuando jefes
de estado y afamados generales consiguieron impersonators
encargados de realizar acciones que trastornaran los planes del enemigo. Ese
fue el caso del general británico Bernard Montgomery, substituido en algunos
teatros de guerra por el actor Clifton James.
El impostor causó incontables problemas. Era un alcohólico (Montgomery era abstemio).
Además, le faltaba un dedo en su mano derecha y hubo que fabricarle una
prótesis para cubrirle el dedo inexistente. Pero la réplica del dedo ausente
era tan exagerada que el falso Montgomery se la pasaba escondiendo la mano.
Caminaba con la mano en el bolsillo todo el tiempo. Debido a sus borracheras,
el impostor perdía el equilibrio con gran facilidad. No pasaba día sin que se
le incorporara un nuevo moretón.
Dicen que Stalin tuvo cuatro dobles, y
Adolf Hitler al menos uno. Charles Chaplin, que tenía una increíble semejanza
con Hitler, como lo demostró en El Gran
Dictador, no era bueno para parecerse a sí mismo. Hay una famosa anécdota
según la cual Chaplin ingresó de incógnito en una competencia de quien se
parecía más a él, y llegó en vigésimo lugar.
EL DOBLE Y OTRAS
SORPRESAS
Sin embargo, en los escritores antes
mencionados, parecería primar otra necesidad, la de obligar a sus protagonistas
a participar en dos vidas a la vez. Es lamentable que solo tengamos una íngrima
oportunidad de recorrer esta tierra. Sería sensacional contar con un botón para
rebobinar la película al finalizar el primer rollo. De esa manera, tras
perpetrar todos los disparates que cometemos en nuestra encarnación de seres
humanos, podríamos vivir una segunda, filosófica vida, esquivando los errores
del pasado. El doble sería nuestra opción de delegar en “el otro yo” nuestras
fallas, no solo espirituales sino físicas. En el relato de Oscar Wilde, Dorian
Gray conserva su belleza, mientras la imagen que le devuelve el espejo es el de
un ser que porta el vicio en su rostro. En otros casos, como en El Horla, o en El doble de
Dostoievski, el original transfiere a su duplicado la inmersión en la locura.
En Doctor Jekyll y Míster Hyde, el
doctor es un ser irreprochable, y Hyde un asesino. En todos los casos, la
intención de los autores era ahondar en nuestra mente y en nuestras
motivaciones y dar franqueza a nuestra conducta. Dicen que lo más profundo es
nuestra piel. Apenas la fastidian de manera adecuada, y nos incitan a responder
a los agravios y contamos con las herramientas o con las convicciones necesarias,
no hay crimen que no seamos capaces de cometer. La historia del siglo veinte ha
demostrado que eso es viable no solo con individuos sino especialmente con
pueblos.
[i] Behind the Candelabra: My
Life With Liberace. Thorson aseguró
en su biografía que optó por hacerse cirugía plástica a fin de parecerse a
Liberace. No porque esa fuese su intención, sino para complacer a su amante.
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