domingo, 5 de julio de 2015

La literatura: “Ese espléndido fracaso para concretar lo imposible”



Mario Szichman

Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas,
Suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas.
Jorge Luis Borges




Ring Lardner descolló entre los cuentistas norteamericanos del siglo veinte, y su lugar en la narrativa estadounidense puede equipararse al de Ernest Hemingway, o al de Ambrose Bierce. Tal vez el hecho de que nunca se tomó demasiado en serio, o que su oficio era el periodismo deportivo, le impidió adquirir un prestigio internacional, aunque cuentos como Haircut o The Golden Honeymoon, han aparecido en numerosas antologías.
Elizabeth Hardwick dijo que Haircut es una de las narraciones más crueles escritas por un narrador norteamericano. Es la historia de un bromista que siembra la destrucción en un pueblo; el único alivio que experimenta el lector es cuando asesinan al bromista. En cuanto  a The Golden Honeymoon  narra las vicisitudes de una pareja que viaja a Florida para celebrar sus bodas de oro. Todo transcurre de manera plácida, aburrida, hasta que la esposa tropieza con el que fue su primer novio.
La magia de Ring Lardner consiste en su lenguaje vernacular.  También ahí radica la dificultad de traducirlo a otros idiomas. Sus diálogos son incomparables, las sorpresas constantes. Según un crítico, Lardner  ponía a hablar a sus personajes cuando creían que nadie los estaba escuchando.
A veces, el propio Lardner parecía asustado de su clarividencia para describir seres humanos y situaciones. Tal vez sus principales atributos eran su inseguridad y su pudor. Francis Scott Fitzgerald, que sentía una gran admiración por sus cuentos y logró rescatarlos de efímeras páginas de revistas y periódicos para perpetuarlos en la antología How to write short stories: with samples publicada por Charles Scribner's Sons en 1924, lamentó que Lardner, pese a sus logros, no hubiera llegado al cenit, “debido a la cínica actitud que adoptó hacia su obra”.
Lardner nunca se tomó en serio. De uno de sus mejores relatos dijo: “Se trata de una obra de misterio: el misterio es cómo se animaron a publicarlo”.
El crítico literario Edmund Wilson urgió a Lardner a escribir más. Admiraba sus cuentos. Lardner le respondió que tenía problemas para narrar. “Por ejemplo, no puedo redactar una sentencia que diga: ´Estábamos sentados en la casa de Scott Fitzgerald, y ardía un fuego de leña´”.
Le aburrían las descripciones, solo le interesaba exhibir personajes mediante diálogos donde recreaba malas estructuras gramaticales, chistes deplorables. A través de esos recursos, la vida del norteamericano común asomaba sus narices.
Es curioso que Lardner consideró su prosa como algo efímero. Una de las preguntas más frecuentes que se formula el escritor es si sus trabajos podrán perdurar. William Faulkner postuló la inquietud en una entrevista que le hizo The Paris Review en 1956. “El propósito de cada artista”, decía Faulkner, “es frenar el movimiento, esto es, la vida, por medios artificiales, y congelarlo de manera tal que cien años después, cuando un extraño lo observe, vuelva a moverse, como testimonio de vida. Puesto que todos los hombres son mortales, la única inmortalidad posible es dejar algo inmortal, que siempre estará en movimiento. Es la manera que tiene el escritor de mostrar que dejó su marca en la tierra, previo al final, irrevocable olvido que algún día se verá obligado a franquear”.
Si revisamos la historia de la literatura, sin importar la época, hay como una separación entre quienes congelan el movimiento para ofrecerlo a las generaciones futuras, y quienes se dejan arrastrar por el presente, o las modas del presente, y quedan atrapados en su mecánica. La moda suele ser aquello que pasa de moda, y ser fiel a una tendencia, especialmente cuando se trata de explotar la novedad, es casi una garantía de anacronismo. Al lector poco le importa, en general detesta, el protagonismo de los narradores, su urgencia en formular opiniones.
Hace poco leí las primeras páginas de una novela histórica, de cuyo nombre, y de cuyo autor, no quiero acordarme. El narrador evocaba un pasado que era apenas un presente disfrazado. Si escribimos sobre un país a comienzos del siglo dieciocho, no podemos permitir a los personajes mostrar preocupaciones actuales.
En la primera escena el protagonista paladeaba lentamente un vino. Podía tratarse de “aquel caldo de Montilla que era uno de sus pequeños placeres de otoño”,  o jerez, aunque no podía descartarse un anís. Enseguida, alguien carraspeaba, respetuoso y de pie. Quien estaba sentado paladeando el vino, era seguramente un anciano. Quien carraspeaba y lo observaba respetuosamente de pie, debía ser un joven. Como la acción se desarrollaba en España, el joven tenía que ser respetuoso. El altanero anciano, un académico, poseía una asombrosa memoria, el menguado joven que carraspeaba de pie se moría por abrevar en sus testimonios. El carraspeo disipaba en el anciano “la sensación íntima y reparadora” que había brindado el vino. Enseguida comenzaban las preguntas que parecían susurradas por el apuntador de un teatro y permitían al anciano retroceder dos generaciones, a fin de explicar los inicios de la invasión napoleónica.
El diálogo era un monólogo disfrazado. Y el monólogo, una síntesis de lo que el autor había descubierto en algunos libros de historia. El presunto anciano demoraba varios minutos en explicar cómo habían llegado las tropas francesas a Córdoba. Hablaba como un libro abierto (de historia). El respetuoso joven formulaba acotaciones propulsando el relato. Podría haber preguntado, como ese personaje de Esperando a Godot:  “¿Para qué sirvo en esta obra de teatro?” Y la respuesta hubiera sido similar:   “Para armar una réplica”.
No había conflicto en ese diálogo, opiniones encontradas, seres humanos cuestionando afirmaciones. En cambio existía un narrador omnisciente, que obliteraba la posibilidad de que los participantes hablaran con distintas voces. Imaginé al narrador con lustrosa calva, monárquico y barbudo. Debía usar lentes redondos con marco de metal, y dos lazos negros en lugar de patillas, que se enlazaban en la parte superior de las orejas.
Abandoné la novela con cierto desaliento. La novela histórica nos obliga a retroceder en el tiempo, su pasado nunca puede aburrir, o sonar falso. La mejor manera de avanzar hacia el pasado es ignorar aquello que ocurrió después. Pero con un narrador omnisciente –y petulante– eso es difícil de alcanzar. Cuando la inocencia o la incertidumbre están proscriptas, es arduo que un pasado nos interese; hasta la tragedia se hace banal.
La novela que estoy comentando es de tesis. El anciano le dice a su interlocutor: “En 1808 muchos defendían que Francia era la gran esperanza de la civilización europea y de nuestra nación para superar su terrible decadencia”. No hay que ser un clarividente para avizorar que el narrador logra destruir la tesis. Supongo que en muchos países invadidos por el ejército de Napoleón surgieron narraciones similares.  Muchos rusos ilustrados se preguntaron si no hubiera sido mejor que la Rusia del knut y de los siervos de la gleba hubiera sido reemplazada por una Rusia gobernada por el heredero de la Revolución Francesa.

La diferencia es que quien planteó el dilema fue el conde León Tolstoi, no un monárquico español. Tolstoi dejó hablar a sus personajes, ventilar los pros y los contras de esa opción. Y aunque La guerra y la paz es una novela de tesis, y en ocasiones el conde Tolstoi le quita la pluma al novelista y se pone a opinar sobre los defectos de Napoleón, o acerca de la manera en que una mujer debe abandonar sus deseos de seducción y convertirse en una matrona, la vida se impone a la filosofía de la historia, que es tan cambiante como la historia. En definitiva, Tolstoi estaba más interesado en la criatura humana y en sus avatares, que en los manuales.
El conde Pierre Bezujov; el príncipe Andrey Bolkonsky, y especialmente Natasha Rostova, el interés romántico primero del príncipe Andrey, luego de Pierre, vuelven a moverse una vez más, como testimonio de vida, apenas abrimos las páginas del libro. Y para aquellos que se enteran de sus vicisitudes, se constituyen en una permanente compañía. Es otra manera de corroborar a Faulkner, ver cómo los seres humanos abandonan su congelada pose y recuperan sus tres dimensiones y su interés.
Tolstoi, pese a sus intentos, nunca logró convencer  con sus teorías históricas. Pero nadie como él consiguió meternos a sus personajes en la piel.
Faulkner, el último de los grandes clásicos de la literatura mundial, decía que el artista carece de importancia. “Solo lo que crea es importante, pues no hay nada nuevo que decir. Shakespeare, Balzac, Homero, todos han escrito acerca de las mismas cosas. De haber vivido mil o dos mil años, las editoriales no hubieran necesitado ningún otro escritor”.
Y también decía esto: “Todos nosotros fracasamos en el intento de equiparar nuestro sueño de perfección. Por lo tanto, debemos ser evaluados sobre la base de nuestro espléndido fracaso para concretar lo imposible”.



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