domingo, 2 de marzo de 2014

Cuando la narrativa espía la historia por el ojo de la cerradura



 Mario Szichman



Para Magdalena López



Erskine Caldwell, un extraordinario novelista norteamericano del Deep South, trabajó el grotesco con gran maestría. Sólo Flannery O´Connor pudo superarlo. Sus más famosas novelas son La chacrita de Dios, El camino del tabaco, y El predicador viajero. Caldwell proviene de la tradición de William Faulkner, pero su prosa es muy sencilla. Sus personajes recuerdan a los de la picaresca española, y su humor es deadpan. (Una de las acepciones sería que observa la comedia humana con la mirada impasible de un jugador de póker). En una de sus novelas dos palurdos que viven en un destartalado pueblo tienen como única diversión sentarse frente a una valla de madera y tomar turnos para espiar por un agujero que hay en ella. Toda la escena es ridícula. La valla está emplazada en tierra de nadie. Pero Caldwell era muy sabio. Pues esa es la tarea central del narrador: espiar por el ojo de la cerradura. En definitiva para emerger al mundo, todo ser humano debe pasar por el ojo de la cerradura.

Pienso que una de las diferencias entre el narrador y el historiador es el ámbito en que se desplaza. El historiador necesita expandirse. El narrador debe comprimir la experiencia humana. Por otra parte, el historiador no puede darse el lujo de ser arbitrario. En cambio, en numerosas ocasiones, la grandeza de un narrador está en su arbitrariedad.

     En estos días, abundan en periódicos y revistas financieras análisis sobre la situación económica en un país del extremo sur de América Latina: Argentina, y del extremo norte, Venezuela. Al comparar sus economías, la revista The Economist dice que en tanto la Argentina se viene hundiendo en cámara lenta desde hace un siglo, el colapso de la economía venezolana es casi vertiginoso. En 1914, el Producto Bruto Interno de Argentina era superior al de Alemania, Francia o Italia. Ese mismo año, Venezuela estaba gobernada por la patriarcal dictadura del general Juan Vicente Gómez. (Aunque en ese año de 1914 Venezuela tenía como presidente al historiador José Gil Fortoul, Gómez gobernó Venezuela con mano férrea entre 1908 y 1935, el año de su muerte. Sus reemplazantes eran simples marionetas). En ese período, Venezuela era un atrasado país rural. La explotación petrolera recién empezó a redituar frutos al concluir el gobierno de Gómez. Pero ya a fines del siglo pasado, cuando el presidente Hugo Chávez asumió el poder, había cambiado la situación tanto en Venezuela como en la Argentina. La vertiginosa subida de los precios del crudo durante la primera década de este siglo permitió a Chávez usar su chequera petrolera en el respaldo a regímenes amigos, entre ellos el de Argentina. La Argentina sufrió un colapso económico en el 2001, marchó al default, la cesación de pagos de su deuda externa (la mayor de la historia) y luego se recuperó, en parte gracias a que repagó los bonos de la deuda a una tercera parte de su valor original. Fue una década de gran crecimiento económico para la Argentina y de enormes ingresos de divisas para Venezuela, a raíz de la descomunal cotización del crudo. Pero, como dicen los españoles, quita y no pon, se acaba el montón. Ahora, las economías de Venezuela y Argentina se están hundiendo en otra crisis debido a la falta de planificación y al enorme despilfarro. En tanto el hundimiento de Venezuela es acelerado, el de Argentina es más lento pero seguro. Y además, muy puntual. Aproximadamente cada década, la Argentina pierde el lugar que históricamente le corresponde en el concierto de las naciones. En fecha reciente, The Wall Street Journal publicó un artículo muy interesante sobre la crisis argentina. El título es “Argentina Nears Its Regularly Scheduled Meltdown,” La Argentina se acerca a su programado cataclismo.

El columnista, John Lyons analiza cuatro generaciones de una familia, y estoy seguro que su artículo le sería más útil a un narrador que a un economista.  El patriarca de la familia analizada por el periodista se llama David Gambarin, tiene ya 90 años, y su conclusión es que en la Argentina “siempre tuvimos inestabilidad”. En estos momentos, la Argentina está amenazada por una mezcla de inflación y de recesión, tal como estuvo amenazada en el 2001, cuando el default fue acompañado por el “corralito”, una medida que impidió a los ahorristas sacar el dinero de los bancos. (Cuando finalmente pudieron extraerlo, sufrieron grandes pérdidas).

El señor Gambarin, que llegó a la Argentina desde Rusia cuando era un niño, ha pasado ya a traves de cinco golpes de estado. Sus dos hijos han sufrido una dictadura, el colapso de bancos, e hiperinflación. Y la actual crisis será la segunda que padecen los cuatro nietos de Gambarin. En la década del sesenta, dice el periodista del Wall Street Journal, la Argentina padeció estancamiento, inflación, y golpes militares. En 1975, 1981, y 1989, torpes planes económicos causaron una drástica depreciación del peso.

    La dictadura militar de 1976-1983 capeó varias crisis económicas, y aunque sus voceros solían proclamar “Los argentinos somos derechos y humanos”, lo cierto es que entre 9.000 y 30.000 personas fueron borradas de la faz de la tierra por una represión que hizo quedar al general Augusto Pinochet a la altura de un pacifista de la estirpe de Mahatma Gandhi. De todas maneras, ni siquiera esas medidas represivas permitieron apuntalar a la dictadura. Y entonces, los militares argentinos, que siempre pensaron en grande, decidieron recuperar las islas Malvinas, y enfrentarse a “el apolillado león inglés”, como solían decir los nacionalistas. Lamentablemente, si bien el león inglés estaba apolillado, tenía el respaldo del águila norteamericana, todavía en buen estado de salud. Y la derrota en la lucha por recuperar las Malvinas acabó con la dictadura.

     Tal vez un novelista con la fibra de Romain Rolland, o de Marcel Proust podría escribir una magnífica saga usando a la familia Gambarin. Pero necesitaría tomar cierta distancia, adquirir una imparcialidad muy difícil de obtener.

     Si uso la mirada del novelista, no la del ensayista, y la arbitrariedad, no el sentido común, diría que los personajes argentinos que recuerdo siempre han sido muy apasionados. Gracias a Dios han preferido mirar la historia por el ojo de la cerradura, no desde una panorámica. Hace algunos años conocí en Washington a un excelente periodista argentino, quien me dijo que si algún día fundaban en la Argentina el Partido de los Moderados, el lema sería “Moderación o muerte”.

    Pero aún así continuamos en el territorio de la sociología, con su búsqueda de hard facts, y cierta ecuanimidad que atenta contra la profundidad de una experiencia. Esa profundidad es conseguida por la narrativa simplemente al comprimir la experiencia humana, al eternizar tics, que son, después de todo, las cicatrices que dejan los contratiempos en nuestras almas.

     Voy a rebobinar la narración. ¿Cuál es la diferencia entre un argentino y un venezolano ante la inevitable crisis económica que hunde a sus países gracias a la irresponsabilidad de sus gobiernos populistas? Por supuesto, me baso en la arbitrariedad del narrador, no en la circunspección del ensayista. Pienso que el argentino que conozco, no la entelequia que urden los ensayistas, muestra los ramalazos de la crisis en un detalle: su manera de disponer del vino que le obsequian. Cada vez que visito a un amigo argentino en su casa y le llevo una botella de vino (me ha ocurrido en Buenos Aires, en Caracas, y en Nueva York), me dice, más o menos lo siguiente: “Ah, pero este vino merece ser ofrecido en una ocasión especial”, lo guarda en su despensa, y convida en cambio un vino barato, y de gusto indiferente. Y no crean que ese miserabilismo se difunde en la mesa. El argentino es muy cordial con la comida, y siempre excesivo en el ofrecimiento, pero hay algo relacionado con el vino que tiene que ver con ciertos tics del alma, con un destilado de una historia plagada de altibajos. En cambio el venezolano sigue reaccionando frente a la crisis sin cautela. Y de nuevo doy un ejemplo que no van a encontrar en tratado alguno, pero que el narrador puede descubrir. En cierta ocasión, un amigo  venezolano me visitó en Nueva York. Era en la época del gobierno de Luis Herrera Campins, quien ordenó una fuerte devaluación del bolívar. Los venezolanos avizoraban en el horizonte una época de vacas flacas. El amigo era un periodista de clase media, tras contarme los problemas económicos que se estaban viviendo en Venezuela, me invitó al bar del hotel donde paraba, y llamó al mozo para pedir una bebida. Como el amigo venezolano me invitó a beber, decidí usar mi mentalidad de argentino y para evitarle gastos pedí una gaseosa. Mi amigo pidió en cambio un whisky. Tal vez el mozo que lo atendía escuchó sus quejas por la situación económica que se vivía en Venezuela, pues le ofreció Johnny Walker etiqueta roja. Mi amigo se ofendió con el mozo y le preguntó: “¿Cómo me ofrece ese whisky? Hace ya varios días que vengo al bar y usted bien sabe que yo sólo bebo Johnny Walker etiqueta negra”.

      Comparando las actitudes de esos amigos que guardan el vino para una mejor ocasión, y de los otros que sin importar las circunstancias sólo se conforman con lo mejor, y recordando además que sólo un demente en la historia latinoamericana dijo: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, y ese demente se llamaba Simón Bolívar. Estoy convencido de algo que ningún ensayista ni estadística alguna pueden verificar: los venezolanos siguen siendo el único pueblo de América del Sur que con su desparpajo, su desprecio por los riesgos y por las consecuencias, su osadía y su necesidad de que la naturaleza los obedezca, están  en condiciones de tomar el cielo por asalto. Y lo digo espiando simplemente por el ojo de la cerradura.








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