jueves, 27 de marzo de 2014

Aprender de Gombrowicz



 Mario Szichman


En América, como en Polonia,
el mayor esfuerzo de la literatura
se pierde en imitar
las maduras literaturas extranjeras.
En Polonia como en Sudamérica,
 todos prefieren lamentarse de su
condición inferior de menores y peores,
en vez de aceptarla como un nuevo
y fecundo punto de partida.
Witold Gombrowicz



Un día, Gregor Samsa se despierta transformado en un insecto. Otro día, Alicia descubre que entre sus atributos figuran achicarse y agrandarse como un binocular. Y después viene el turno de Oscar, el protagonista de El tambor de hojalata, quien decide, con toda premeditación y alevosía, convertirse en un enano y conservar siempre la estatura de los tres años de edad.
Hacia 1937 una transformación corporal también afecta a Pepe, el protagonista de Ferdydurke. Pero, en el caso del protagonista de la novela de Witold Gombrowicz, otros resuelven por él, especialmente el aterrador catedrático Pimko. El profesor y otros seres de su calaña deciden que Pepe retorne a esa difícil edad del patito feo.  
En cada caso, el despertar no es sólo un abrupto corte con el sueño, sino una inmersión en una nueva realidad. Samsa se despierta convertido en un insecto. Alicia se duerme, y a partir de ese momento su cuerpo sufre constantes transformaciones. Oscar, protagonista de El tambor de hojalata, se lanza por una escalera y al regresar de su desmayo queda congelado en un cuerpo que nunca volverá a crecer. El héroe de Ferdydurke despierta y enuncia: “Por un retroceso del tiempo que debía estar vedado a la naturaleza, me vi tal como era cuando tenía quince o dieciséis años”. Pepe escucha una voz que había desaparecido de su garganta: la chillona voz de un pichón. Su nariz es un atisbo. Su rostro es blando y transitorio, sus manos excesivamente grandes para su cuerpo. Ha retornado a una época ingrata, “a una fase pasajera e intermedia”.
Aunque ha superado la treintena, Pepe descubre que no ha llegado a la edad de la razón. Su tía le recrimina: “Pepe, el tiempo apremia, hijo mío. ¿Qué pensará la gente? Si no quieres ser médico, sé por lo menos mujeriego, o un coleccionista. Cualquier cosa, pero sé alguien … sé alguien”.  
El cuerpo de Pepe no es totalmente homogéneo. Le aterra el ralo pelo en la cabeza, su abundancia en el pecho. Sus atributos viriles son excesivos para ese cuerpo cargado de irresolutos deseos y de incompatibles ambiciones. Ser adulto significa asumir el rol del padre, transformarse en ese padre que dictamina, gratifica y castiga. Pepe tiene 30 años, pero querría que lo arroparan en una cama, como cuando tenía cinco años. La historia, el deterioro del cuerpo, los que nacen y los que mueren, esas voces de quienes ya han muerto pero siguen imperando en nuestro mundo, le urgen asumir otro rol, a fin de arrebatarlo de ese paraíso donde se prolongaba en el cuerpo de su madre.
La historia de la literatura está poblada de adultos que siguen siendo niños furiosos, Don Quijote es uno de ellos. Lo quieren introducir en una historia irreal, donde nadie está dispuesto a desfacer entuertos.
Si nos atenemos a la tesis de que cada gran novela es apenas el capítulo de un libro mayor, Robinson Crusoe cumple en su isla el sueño de Don Quijote. Luego vendrán Tom Jones, y Cándido, y el Julian Sorel de Rojo y Negro, y el señor K. a reclamar su parte para cumplir sueños al pie de la letra.
En cuanto al Pepe de Ferdydurke, tironeado entre la adustez del mundo adulto y la precariedad de la adolescencia, vive en una especie de insomnio crepuscular. De su vacilación intenta arrancarlo Pimko, el “guardián de los valores culturales”. Su consigna obedece a los dictados del director de una escuela que le ha pedido “llenar todas las vacantes”. Una escuela no funciona sin alumnos, y la tarea de Pimko es alistar alumnos, sin importar su edad. Pepe, a los 30 años, es uno de los reclutados. Por lo tanto, debe librarse de la mitad de sus años, y sumergirse nuevamente en la falsa ingenuidad de la adolescencia, adquirir miradas prestadas de madres que acechan a sus hijos desde las empalizadas que rodean la escuela, “Nunca bastante saturadas de sus tesoritos”.
De la madurez Pepe pasa a lo inestable, de las formas hechas y de los valores consagrados es transferido a lo informe y transitorio. La lucha de Pepe no es contra molinos de viento sino contra tías culturales, de esas que consideran a Bernard Shaw el maestro de la paradoja, a Oscar Wilde inteligente, pero ya pasado de moda, y que sobrenadan en el mar de los sintagmas, la diacronía, el significante, los dictadores que dictan, los contadores que cuentan, y las barras separadoras.
Los profesores de Pepe son “las cabezas más fuertes de la capital. Ninguno de ellos tiene un solo pensamiento propio”, dice Gombrowicz. Esas cabezas sintonizan con los cuerpos. Ni uno solo de esos cuerpos es “agradable, simpático, normal y humano: se trata de cuerpos pedagógicos”. Esos guardianes de la cultura tradicional tienen una sola misión en la vida: inculcar en los adolescentes la devoción por los muertos consagrados.
Un profesor lee su programa en la clase de Pepe y anuncia: “Hoy debo explicar y aclarar a los alumnos por qué el gran poeta Slowacki despierta en nosotros el amor, la admiración y el goce. Así pues, señores, yo recitaré primero mi lección y después ustedes resucitarán la suya”. Para remachar en el cerebro de los alumnos lo grande que es el poeta, el profesor señala que Slowacki “era un gran poeta. ¡No se olviden de esto: era un gran poeta! ¿Por qué lo amamos, por qué lo admiramos, por qué gozamos de su poesía? Porque era un gran poeta. A ustedes, torpes, ignorantes alumnos, les señalo con claridad. Es mejor que se lo metan en la cabeza: ¡Era un gran poeta! Por lo tanto, voy a repetirlo una vez más: ¡Era un gran poeta!”
Pero el profesor, que ha puesto las carretas en círculo, tropieza con una inesperada dificultad: uno de los alumnos se subleva contra esa forma pedagógica de sentir fervor por el poeta. Cuando el alumno enuncia que no le encanta ni le interesa el poeta, que apenas lee dos estrofas se hunde en el aburrimiento, el profesor se derrumba y le pide al educando que recapacite. “Alumno, yo tengo una mujer y un niño. Tenga piedad por lo menos del niño. Es indudable que la gran poesía debe admirarnos, y Julio Slowacki era un gran poeta”. Pero cuando fracasan sus argumentos ante la obstinación del alumno, el profesor se ve obligado a sacar de su billetera las fotos de su mujer y de su niño, intentando conmoverlo y hacerlo entender que Slowacki era un gran poeta.
Polonia, el sitio de origen de Gombrowicz, siempre ha sido un país informe, más apto para ser repartido entre sus vecinos que para constituir una entidad autónoma. Como señalaba el autor de Ferdydurke, en Polonia, “ningún cuello le queda bien a nadie”. Como ocurre con esas naciones inquietas con su pasado, temerosas de su porvenir, la necesidad de adquirir status resulta imprescindible. Por lo tanto, las autoridades envejecen a toda velocidad los tesoros culturales –cuando más arruinados, mejor– y los adornan con esa enfermedad de la piedra llamada clasicismo.
Pepe, el protagonista de la novela, siente que le han robado la mirada y lo han obligado a transitar en el cuerpo de otro. Quieren obligarlo a razonar en base a pensamientos prestados y que admire todo aquello que suscita en él sospecha o compasión.
Su lucha, en favor de lo inmaduro, lo informe, lo que aún es necesario crear, es propia de todo mestizo de la colonización, avergonzado de su propia piel, de su imperfecta cultura.
Pero Pepe Gombrowicz tiene una virtud: no se deja obnubilar.
Sus ridículas aventuras intentan demostrar que “nuestro arte se ha vuelto demasiado artístico”. Su planteo es que el intelectual de un país periférico es como un niño al que obligan a lucir el traje de un adulto. Y si no se lo puede quitar, pues carece de otro, “Al menos”, dice Gombrowicz, “puede proclamar en voz alta que el traje no está hecho a la medida. De esa manera, podrá marcar una distancia entre el traje y su persona”.


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