miércoles, 10 de junio de 2015

Narrar es pedirles palabras prestadas a los demás

Mario Szichman



Quizás el aviso más famoso en la historia de Estados Unidos fue escrito por John Caples. Es muy largo para nuestra época, donde los comerciales duran escasos segundos, pero hay que tener en cuenta que fue creado en 1926, antes que la televisión invadiera los hogares norteamericanos.  
El titular era el siguiente: “They Laughed When I Sat Down At the Piano But When I Started to Play! …” (¡Ellos se rieron cuando me senté frente al piano, pero una vez empecé a tocar una melodía!…) El anuncio ha sido analizado hasta el cansancio en seminarios de empresas de publicidad por sus cualidades narrativas.  
En primer lugar, es la eterna lucha, aunque más civilizada, entre David y Goliat. Jack, el protagonista de la historia, es un wimp, un hombre sin carácter que enfrenta a un galán llamado Arthur quien, además de poseer numerosas virtudes, es un eximio pianista. Luego que Arthur deslumbra a su audiencia con la pieza musical The Rosary, el debilucho de Jack decide “hacer su debut”. Para el asombro de todos sus amigos, se dirige al piano, “con burlona dignidad, saca un pañuelo de seda de su bolsillo, y quita el polvo a las teclas del piano”.
Por supuesto, la concurrencia se desternilla de risa con los aspavientos de Jack. Todos están convencidos de que es incapaz de tocar una sola nota en el piano.  Una bella muchacha le pregunta a Arthur, el Goliat de turno, si Jack es capaz de interpretar una melodía.
“¡Por supuesto que no!” asegura Arthur. “Pero vamos a ver qué hace. Esto va a ser muy bueno”.
Y de repente, Jack empieza a tocar el piano. “De inmediato, un tenso silencio conmovió a los invitados. La risa murió en sus labios como por arte de magia”. Jack informa: “Ejecuté los primeros acordes de la inmortalidad melodía de Beethoven Serenata a la luz de la luna. Oí ahogados gritos de asombro. Mis amigos se habían quedado sin aliento, hechizados”.   
Por supuesto, tras una abrumadora ovación, todos los asistentes quieren averiguar cómo Jack concretó el milagro. ¿Durante cuantos años estudió? ¿Quién fue su maestro?
Jack confiesa: “nunca en la vida he visto a mi maestro. Y hasta hace muy poco, era incapaz de tocar una sola nota”.
Arthur, su rival, un eximio pianista, le da a Jack el espaldarazo final: “Usted nos está tomando el pelo”, le dice. “Puedo asegurar que viene estudiando el piano desde hace años”.    
Es el momento en que Jack confiesa que sus aptitudes como pianista las adquirió en un curso por correspondencia de la Escuela de Música de Estados Unidos. Al parecer, la escuela “tiene un nuevo método simplificado que enseña a tocar cualquier instrumento en escasos meses”.
Caples, el autor del famoso anuncio, revolucionó la publicidad en Estados Unidos con una serie de úkases que todavía hoy son respetados. El primero, que los avisos deben ser serios: “Solo la mitad de las personas que habitan este país tienen cierto sentido del humor”, solía decir a sus alumnos. “Los avisos inteligentes no suelen vender productos”. El segundo consejo era que debían usarse “palabras capaces de ser entendidas por un niño de la escuela primaria”, pues “el estadounidense promedio posee la mentalidad de un adolescente de 13 años”.  
Pero si se analiza el aviso de Caples, y su tremenda repercusión, se verá que hizo una apuesta muy sencilla, y muy sabia. En muy escasas ocasiones el ser humano apuesta por el matón de la escuela. Los espectadores que amaban a Charles Chaplin nunca mostraron simpatía por su enorme enemigo, Trompifai. Chaplin representaba la justicia, y Trompifai la prepotencia. Se trata de una lucha tan antigua como el hombre, y con infinitas variantes, aunque el núcleo persiste,  y se reitera en toda clase de novelas. ¿Alguien desea que triunfen los enemigos del conde de Montecristo o de D´Artagnan, o que sea humillado Jack Reacher, el protagonista de las novelas de Lee Child?  
Lo interesante del caso, como en el anuncio de Caples, es verificar que la narrativa nunca parte de cero. La experiencia del escritor surge siempre de textos preexistentes, de un conflicto central. La literatura comunal es la principal fuente. Cuando más lejano es el eco, más profundo es el impacto. Basta observar lo ocurrido con la novela corta Michael Kohlhaas, del autor alemán Heinrich von Kleist, que se basa en un hecho real, la fanática búsqueda de justicia por parte de  Hans Kohlhase. La historia pareció languidecer durante un siglo, pero Franz Kafka la recuperó en una de sus lecturas, señalando que “no podía pensar en esa obra sin que se le soltaran las lágrimas o le brotara el entusiasmo”.  Luego, vino la gran novela de E. L. Doctorow Ragtime, uno de cuyos protagonistas se llama “Coalhouse Walker.” Doctorow señaló que su bella novela “es un homenaje deliberado” a la historia recreada por Kleist. (Por cierto, en la primera frase de la novela Perfume, del escritor alemán Patrick Süskind, se rinde homenaje al comienzo de Michael Kohlhaas).
Cuando hago referencia a estos datos es porque me fascina haber descubierto, tras algunas décadas en el oficio, que la originalidad es una pérdida de tiempo. En primer lugar, es incomprensible. El escritor acata una tradición. Algunos lo aceptan, otros lo rechazan. ¿Se creía muy original James Joyce al escribir Ulises? Él conocía muy bien Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, que parece una de sus principales influencias. ¿Surgió Don Quijote de la nada? No, Cervantes se limitó a copiar, y a burlarse de decenas de novelas de caballería. Cuando Jonathan Swift escribió Los viajes de Gulliver, o Daniel Defoe su Robinson Crusoe, las editoriales estaban saturadas de relatos de viajeros y de naufragios.
¿En qué consiste el enorme talento de Edgar Allan Poe? En haber devorado decenas de novelas y cuentos de horror, escritas por algunos de sus mejores practitioners. No podemos imaginar a H.P. Lovecraft sin una meticulosa lectura de Poe.  O a William Faulkner sin un vasto conocimiento de la literatura gótica del sur de Estados Unidos.  
Algún crítico señaló que no hablamos sino que somos hablados por la literatura.  En estos días estaba revisando el internet para ver si hay programas que ayudan a un escritor a redactar novelas. Afortunadamente, hay muchos que son gratuitos. Uno de ellos, yWriter me fascinó, no porque intente a usarlo en el futuro, sino porque permite al escritor organizar su texto. Una novela es un rompecabezas de escenas, capítulos, personajes, situaciones, y escenarios. El narrador usa bloques de escritura, y los va ensamblando, tal como hace un arquitecto con una vivienda. En ocasiones, el ensamblaje brinda obras maestras como The Sound and The Fury, de Faulkner. (Insisto en el título en inglés porque la traducción al español o suena horrenda, como en El ruido y la furia, o es incorrecta, como En el sonido y la furia). No solo la lectura de la novela es fascinante. También deslumbra revelar su mecanismo de relojería. No ocurre lo mismo con el Ulises, de Joyce. Muchos cuestionaron ese primer capítulo, entre ellos Stuart Gilbert, uno de los mejores críticos del texto.  
Examinar el tutorial de yWriter es divertido y apasionante. Acaba con muchos malentendidos y fantasías. No hay sitio para la inspiración en ese programa; el genio no encuentra espacio alguno para desplegar sus artilugios. La sinopsis de las escenas es el preludio a la narración. ¿Debe ser la escena divertida o trágica? ¿Cuál es el nivel de diversión aceptable? ¿Qué cuota debe asignarse a la tragedia? ¿Pertenece a la trama, o corresponde a una intriga secundaria? ¿Cuántos personajes hay que asignar a la escena? ¿En qué momento es necesario introducir el erotismo? ¿Cuáles son los antecedentes de la heroína, o del galán?
Obviamente, buena parte de la estructura parece sacada de guiones cinematográficos. ¿Qué tiene de malo? Hace dos siglos, la mayoría de las tramas eran extraídas de obras teatrales. En ambos casos, el escritor tiene el respaldo de una copiosa tradición que le permite trasvasar el vino viejo en odres nuevos. Pues, en definitiva, la tarea de narrar es pedirles palabras prestadas a los demás.



No hay comentarios:

Publicar un comentario